Ucronia Manolo Shaggy

UCRONÍA


La Paz de los Reyes (Segunda parte)

(Puedes leer la primera parte aquí).



Marcos R. Cañas Pelayo

Doctor Europeo por la Universidad de Córdoba. Profesor de Geografía e Historia en el IES Maimónides.




Palabras clave: Alejandro Magno, Grecia, Memnón de Rodas, Mercenarios, Patroclo, Persia y Roma.

 





El mejor de los amigos

 

Hefestión, hijo de Amíntor, era el miembro más destacado del círculo de amigos de Alejandro de Macedonia. Compañero de estudios en Mieza del hijo de Filipo y Olimpia, se granjeó una simpatía eterna de Aristóteles, quien nunca abandonó su intercambio epistolar con él. El propio conquistador lo escogió para danzar juntos como si fuesen Aquiles y Patrocolo frente a las ruinas de Troya. La obsesión por la célebre pareja de mirmidones llegaba en el caso de ambos jóvenes hasta el extremo. No obstante, como bien reflejan estudios recientes, no puede negarse que Hefestión jamás fracasó en ningún encargo de su monarca. En ocasiones, incluso a la hora de las tareas más oscuras.

 

La atmósfera en la tienda del soberano era irrespirable. Su imprudente baño en Tarso sigue siendo analizado a nivel médico. Varias de nuestras fuentes directas, especialmente Calístenes, hablan de las peligrosas aguas que afrontó tras haber sufrido Alejandro una larga marcha con mucho calor. Ptolomeo, observador menos elocuente y más sagaz en sus juicios, recordaría las marcas de picaduras de peligrosos mosquitos que había en el cuello de su comandante. Con malicia, el hijo de Lagos afirma que, posteriormente, Hefestión confirmó que las ronchas se extendían por todo el cuerpo.

 

Ignoramos mucho de Amíntor, si bien a la muerte de su hijo en combate en suelo itálico, hubo no pocos genealogistas dispuestos a halagar el oído de su desconsolado y regio amigo. Siempre representado como una figura alta, imponente, descendiente de atenienses y con un hermoso rostro, hay algo enigmático en la mirada de Hefestión, casi tan impactante como sus carnosos labios. El hombre más próximo al líder de la unión panhelénica, el discreto consejero que no ostentaba los altos mandos de Parmenión o la regencia de Antípatro, pero que siempre susurraba las palabras oportunas.

 

Mientras llegaban informes de la movilización de Darío, un estado de paranoia se apoderó del ejército que se había mostrado invencible en el Gránico. Incluso el médico personal de Alejandro fue declarado sospechoso por el mal efecto inicial de sus curas con métodos heterodoxos. Casi al unísono se esparcieron extraños rumores de un tal Sisines, una especie de agente doble de griegos y persas cuya verdadera motivación mantiene su misterio hasta el día de hoy hoy.

 

Sin embargo, algo está claro. Hombres de armas como Aristóbulo y sagaces políticos como Ptolomeo contribuyeron a crear una literatura conscientemente incoherente para ocultar un hecho terrible que marcó un punto negro en el reinado de Alejandro: la ejecución sin pruebas de un oficial de caballería. Uno de los pocos puntos en común de cualquiera de las narraciones es que Hefestión, el mejor de los amigos, supervisó la concienzuda tortura que acabó con la vida del último miembro de los Lincéstidas.

 

 

 

La flota fantasma

 

La presencia de dos generales como Memnón de Rodas y Caridemo en la isla de Eubea resultaba sumamente intimidante para Grecia. Los contactos del segundo con la élite de la localidad facilitaron el asentamiento de la flota persa. Sagazmente, Alejandro había comprendido el error de su apuesta arriesgada de prescindir del grueso de sus barcos y fiarlo todo a golpes rápidos en tierra, eliminando de manera sistemática los enclaves (Mileto, Halicarnaso, etc.) que hubieran podido abastecer a los marineros al servicio del Gran Rey Darío. Audaz maniobra que estuvo a punto de darle grandes resultados.

 

Nadie parecía más complacido que Demóstenes, puesto que el célebre orador ateniense mantenía firmes vínculos con la isla, incluyendo la gratitud de varias ciudades por sus esfuerzos. No pocos tratados militares han especulado sobre las verdaderas intenciones del rodio. ¿Pretendía el experimentado líder mercenario desembarcar e incluso llevar la guerra a Macedonia? Indiscutiblemente, el hombre de máxima confianza del Gran Rey era consciente de que amenazar las rutas de trigo en el Ática eran una cuestión y otra bien distinta adentrarse en los dominios macedonios, donde Antípatro estaba activando con calma y sagacidad todos los mecanismos de la Liga de Corinto. El curtido regente quería usar las herramientas judiciales que le brindaba aquella institución surgida tras la victoria de Filipo II en Queronea para depurar responsabilidades a cada polis que coquetease con incumplir la palabra dada.

 

Desafortunadamente para su causa, Agis III de Esparta entró con gran entusiasmo en el conflicto. Los guerreros lacedemonios habían sido tocados en su orgullo por la airada mención que Alejandro les había dedicado por no unirse a su empresa. Ahora, veían factible recobrar su poder en el Peloponeso e incluso lograron batir en campo abierto a una primera avanzadilla macedonia dirigida por el general Córrago. Miembro de la dinastía euripóntida, Agis trazó un ambicioso plan que fue forzando a otras ciudades de la zona a abrazar su causa, estableciendo en el cabo Ténaro su centro logístico para recibir informaciones y ayudas de los persas. Un análisis minucioso de sus movimientos invitaba a pensar que iba a lanzarse hacia la isla de Creta de un momento a otro.

 

Estas buenas noticias llegaban con demasiada parsimonia para el Gran Rey, impaciente ante un imaginario reloj de arena que le iba aproximando a un duelo decisivo contra su gran rival. Únicamente las misivas de Memnón y la hábil gestión de Barsine, cuya condición de hija del sátrapa Artabazo la habilitaba para trabar contactos muy importantes en sedes como Susa, permitieron que el poderoso aqueménida no ordenase la entrega de la inmensa mayoría de sus soldados profesionales griegos. En algunas de esas fuentes, aparece presente el joven Timondas, hijo de Mentor, casi siempre acompañado del desertor macedonio Amintas. El muchacho defendía con vehemencia la estrategia de su célebre tío y recordaba a Darío la actitud errada de los sátrapas al subestimar los planteamientos de tierra quemada que su familia había pregonado.

 

Sea por un motivo u otro, el Gran Rey terminó conformándose con una cantidad muy inferior de los soldados griegos que había tanteado pedir, si bien Memnón se cercioró de que fueran un cuerpo de élite. A diferencia de Caridemo, el hermano del difunto Mentor se cuidaba de halagar la vanidad de su patrón y le prometía que antes de lo que pensaba iban a poder llevar la contienda lejos de sus dominios.




Casandro

 

Las biografías de muchos personajes claves de la Antigüedad están supeditadas a su proximidad a las grandes figuras. Quitando las inscripciones de Eubea y algunas pequeñas informaciones en los discursos de Demóstenes, mantenemos escasas noticias de la infancia y primera juventud de Memnón de Rodas. Sus noticias están casi siempre supeditadas a su guerra contra Alejandro y las misiones que le encomendó Darío. Otro tanto habría ocurrido con uno de los hijos del regente Antípatro, Casandro, quien parecía destinado a un papel tangencial hasta que Macedonia se erigió en un nido de víboras.

 

Aprovechando sus usuales epístolas sobre la botánica y la fauna asiática, la pluma de Hefestión subraya en su correspondencia con Aristóteles, recopilada en fragmentos por Teofastro, la mala impresión que ambos habían tenido de Casandro durante su estancia en Mieza. Aquí el favorito de Alejandro parecía andarse con cautela, puesto que el filósofo tenía en alta estima tanto a Parmenión como a Antípatro.

 

Acompañado de algunos jóvenes partidarios, donde sobresalía Nicator, uno de sus hermanos, Casandro albergaba un disimulado rencor al rey por no haberle llevado consigo a una expedición que prometía honores, mandos y botín. Sea como fuere, podríamos haber imaginado que el soberano no quería privar a su lugarteniente en Europa de su querido retoño. De cualquier modo, como Alejandro subrayó a su retorno, el propio Antípatro tenía cláusulas en su testamento donde reflejaba la preocupación que le daba el hecho de que aquel vástago tomase las riendas en la corte de Pella, fruto de su tendencia a la crueldad y carácter impulsivo.

 

Al parecer, el gobernante en ausencia de Alejandro tenía una debilidad personal muy acusada por otro de los hijos del regente, de nombre Alexarco, cuya curiosidad intelectual iba acompañada de una salud quebradiza. En su juventud, Casandro había visto como su padre hizo denodados esfuerzos por atraer a la corte de Filipo II a Menécrates, un curandero de Siracusa que solía vestir de maneras estrafalarias. Aunque el propio Filipo en persona solía burlarse de aquel charlatán, al parecer había logrado ejercer una fuerte influencia en el inquieto muchacho, de quien se decía que podía recitar pasajes enteros de La Ilíada con una magnífica entonación. A diferencia de Casandro, de quien no albergaba buenos recuerdos, Alejandro solía referirse con cariño en sus mensajes a Antípatro sobre el chico, el cual había adoptado la identidad de El Sol en un extraño culto fomentado por Menécrates.

 

Suele considerarse que Antípatro habría depositado mayor confianza y cargos en Alexarco de no haber tenido aquella personalidad extraña y tendente a la melancolía. Con respecto al resto de sus hermanos, el fuerte temperamento de Casandro le hacía ser un líder natural, algo que le permitió ser el brazo ejecutor de las clásicas purgas de la nobleza levantisca macedonia. Al menos, en aquella ocasión había ciertas pruebas que incriminaban a príncipes del norte que facilitaban información a Memnón de Rodas.

 

Con mucha habilidad, Cinane se adelantó a delatar a algunos conspiradores menores que, seguramente, habrían terminado acusándola a ella. En aquella sangría, Antípatro tomó la decisión de enviar a Casandro al foco de rebelión de los tracios, donde el gobernador designado había caído en una emboscada. Una manera de alejarlo y saciar su ego.




Victoria alejandrina

 

Incluso a día de hoy mantiene su condición de batalla estudiada hasta la saciedad e intentada de emular. El conflicto de Issos[1] retiene su condición en la tratadística militar como un ejemplo de batir a un ejército numéricamente superior con habilidad táctica. Con todo, hemos de tener cautela frente a una partida confusa y narrada de forma tendenciosa por las fuentes, especialmente acerca del número de soldados que llegó a poner Darío en liza.

 

En primer lugar, si bien fue algo incómodo para plumas como la de Calístenes o Aristóbulo, hay consenso en aceptar actualmente que los persas sorprendieron a Alejandro al aparecer justo en su retaguardia. Por aquel entonces, ya se había reunido con su brazo derecho en las grandes batallas campales, el veterano Parmenión. En una tensa reunión del alto mando, hubo intercambio de correspondencias, al parecer con noticias inquietantes de Epiro. Este es un dato fundamental que el sibilino Ptolomeo no quería omitir para los observadores más atentos.

 

Pese a que algunas crónicas le incluyeron e incluso afirmaron que había muerto a manos de Timondas de Rodas, la historiografía actual piensa que Alejandro el Lincéstida fue encarcelado y nunca peleó en Issos. Aristóbulo, con todo lujo de detalles, le muestra lujurioso y presa de la codicia ante el harén de Darío, incluyendo la esposa del Gran Rey y Sisigambis. El sobrino de Memnón, movido por su honor, habría evitado la desgracia, mientras que la caballería tesalia al mando del malvado macedonio perdió un tiempo precioso para hacerse con las rehenes más valiosas de Asia.

 

Una infamia bien orquestada por las plumas de la corte, ansiosas de halagar a Memnón de Rodas y, sagazmente, poner a su difunto sobrino a favor de la reputación de Alejandro. Si bien Darío había aceptado mantener el grueso de los mejores mercenarios en Eubea y vigilando los estrechos, ni siquiera Barsine pudo negar la presencia de Timondas, una forma asimismo de apaciguar las críticas de los nobles persas, liderados por el sátrapa Maceo, encargado de custodiar Babilonia en caso de una catástrofe que resultó muy cercana para los Aqueménidas.

 

De manera sucinta, es sabido que Memnón había perdido a algunos de sus hijos en las orillas del Gránico. Probablemente, descendencia fruto de un matrimonio anterior o incluso los frecuentes bastardos que podemos hallar en aquellos días. Si bien los talentos de oro y plata volaban hacia el Egeo, el Gran Rey estaba obligado por reputación a garantizar que tenía las suficientes garantías del buen comportamiento del rodio. Con su actual esposa y viuda de su hermano Mentor a su cargo, ¿puede alguien extrañarse de que también pidiera y consiguiera a Timondas para liderar a su guardia helena?

 

Desde su carro de combate, el dueño de Persia mordió el anzuelo de la hábil pantalla proyectada por Alejandro y su audaz movimiento de caballería, incluso a costa de exponer hasta extremos osadísimos el ala protegida por Parmenión. A cambio, el monarca tendría a su homónimo a tiro de lanza.

 



Yo lo haría… si fuera Alejandro

 

Los Parientes Reales, los Inmortales, los Amigos Honorarios, los sátrapas y un largo etcétera del complejo sistema persa habían respirado aliviados con la marcha del incómodo general ateniense Caridemo. Gran táctico y hombre de temperamento fuerte, fue conocida su habilidad para cambiarse de bando durante el alzamiento de algunos gobernadores, incluyendo Artabazo, en el pasado. Tras pasarse a la facción del Gran Rey, Mentor y Memnón de Rodas aceptaron su rendición y respetaron sus cargos, tal vez conscientes de que era una figura importante para la futura guerra contra Macedonia.

 

Con mucha audacia, había propuesto recibir una gran fuerza de hombres para atosigar a Alejandro mientras Darío en persona ordenaba poner en práctica la tierra quemada propugnada por Memnón desde hacía meses. Por ello, nadie en Babilonia o Susa lamentó su reclamada presencia a la isla de Eubea. Sin el lenguaraz heleno, quedaba el joven Timondas, menos impertinente e inexperto a la hora de hacer imponer su opinión.

 

Si bien suele reprocharse que Alejandro careciera en aquellos instantes de la campaña nada parecido al equipo de diseñadores de mapas que su rival rodio tenía en lugares como Ténedos, una vez fue sorprendido por el movimiento de Darío hacia su retaguardia, exhibió su genialidad en campo abierto. Aprovechando lo desfiladeros para hacer más angosto el escenario del choque, el hijo de Filipo y Olimpia consiguió que los persas tomaran una posición defensiva que les perjudicaba sin que fueran sabedores de ello.

 

En el ala derecha pudo volver a presumir de la garra de sus Compañeros, aquellos camaradas desde la infancia y primera juventud que el trono macedonio había adiestrado para ser su sombra en las horas decisivas. Logró abalanzarse sobre los carros de Darío. Probablemente, lo habrían capturado o abatido de no haber sido por el valiente esfuerzo de Oxatres, hermano del Gran Rey, y la oportuna irrupción de los mercenarios de Timondas. Se habla incluso del generoso sacrificio de un soldado heleno, oportunamente llamado Anfitrión, evitando el certero disparo de Alejandro con su lanza sobre su némesis. Un adorno literario preciso que debía enmascarar la huida del dueño de Persia, si bien al menos con el decoro de mantener su escudo y vestiduras.

 

Los Parientes Reales hicieron una audaz incursión para salvaguardar a la familia de su señor de convertirse en rehenes de los feroces agrianos. Ptolomeo y Aristóbulo vieron oportuno aquí situar la muerte de Alejandro el Lincéstida de una forma infame, mientras que Timondas, quien se encontraba en el otro sector, moría allí gallardamente en sus habilidosas mentiras pasadas por crónicas.

 

Poner en fuga al Aqueménida era un éxito, si bien Alejandro alargó hasta lo indecible a su caballería. Filotas y Parmenión pudieron dar fe de los enormes esfuerzos en estirar sus líneas. Las cifras de Calístenes sobre 100.000 persas muertos apanas gozan de un mínimo crédito. Amparado por la noche, Darío logró huir con cierto decoro. Con malicia, en el banquete posterior, Alejandro quiso saber qué pensaban sus camaradas de un viejo general necesitado de auxilio y que ralentizó la persecución del Gran Rey. Sin inmutarse, Parmenión habló de qué les habría parecido a los veteranos de Filipo una estrategia que prescindiera de la flota y dejase las aguas del Egeo a los enemigos. Ante el silencio general, el curtido guerrero dijo “Yo lo haría… si fuese Alejandro”.




Misterios de Samotracia

 

Se ha perpetuado hasta la saciedad la imagen de un enfrentamiento atroz entre Antípatro y Olimpia. No obstante, ninguno de los dos carecía de inteligencia y bajo ningún concepto habrían puesto en peligro al reino por sus veleidades. Así, cuando las noticias del Peloponeso eran inquietantes por las fuerzas levantadas en nombre de Agis, la epirota logró, en base a sus influencias, repartir gran cantidad de trigo a los grupos populares.

 

Desde bases como el templo de Dodona, la madre del rey que estaba invadiendo Asia demostró una capacidad vital para lograr información antes que nadie y saber mover sus talentos de oro y plata de una manera que no hubiera desmerecido al propio Filipo, el más sagaz hacedor de sobornos en la Hélade. Como su hermano se hallaba en suelo itálico, acudiendo a la petición de auxilio de la ciudad de Tarento, ella era la reina en funciones de Epiro, puesto que su hija Cleopatra le mostraba una ciega obediencia.

 

Para sorpresa de todos, anunció su deseo de hacer una ofrenda a Higia, cuyo principal santuario de encontraba en Atenas. Acorde con los mitos, era la hija de Asclepio y su figura aludía a los buenos hábitos e higiene. Querer acudir la polis helena en los momentos donde se estaba debatiendo entre su lealtad a la Liga de Corinto o la amenaza de bloqueo a cargo de Memnón, era un acto de audacia que desconcertó a propios y extraños.

 

En aquellos instantes, la Asamblea estaba bajo el embrujo de Demóstenes, si bien había no pocos oradores partidarios de a causa macedonia. Reticentemente, incluso Aristóteles había aceptado alguna discreta escolta facilitada por las guarniciones de Antípatro. En ese ambiente, las noticias de la llegada de la legendaria Olimpia suscitaron una gran atracción entre el pueblo ateniense, confirmándose que la madre del conquistador no pensaba llegar discretamente al templo de la deidad.

 

Dentro de su triunfal marcha y hábil utilización de las memorias de Halicarnaso que le habían facilitado los supervivientes, Demóstenes pareció perder el habla ante una de las mujeres más fascinantes que había conocido Grecia. La epirota que, según cuenta la tradición, conoció a su futuro esposo durante los misterios de Dionisos celebrados en la mágica isla de Samocracia. En el pasado, el orador ateniense hubo de ruborizarse ante el magnetismo que emanaba de su odiado Filipo. Cuando se encontraron, el tuerto rey lucía toda clase de heridas de guerra y agotamiento, pero conservaba su daimon intacto y capacidad de doblegar voluntades.

 

Olimpia poseía asimismo esos atributos y la ventaja de que su físico no mostraba ningún síntoma de deterioro. De hecho, a juzgar por los comentarios recogidos en Atenas, más bien parecía poder ser la consorte de Alejandro que su venerable progenitora. Se habló de un exaltado que logró entrar en la tienda de la reina durante el viaje que fue presa de la mordedura de una serpiente antes de poder tocar siquiera uno de sus cabellos. Pese a albergar todos los ribetes de un relato inventado, Olimpia siempre se hacía acompañar de esas fieles aliadas y no cabe descartar del todo algo de verdad en ello.

 

Ante la atónita estupefacción del político Hipérides, quien actuó de intermediario, Olimpia solicitó una entrevista en privado con Demóstenes.



Fecundo en ardides y engaños

 

En un encuentro naval, Memnón, disponiendo de más barcos que Proteas, deseaba atraer a la batalla a un joven enemigo que ya había logrado gran éxito contra Datames, ordenó que únicamente los barcos de la vanguardia levantasen los palos prestos para izar las velas. Cuando el almirante macedonio contó el número de estos palos y de estos dedujo erróneamente el número de los navíos, ofreció batalla al rodio.

 

Fuentes latinas posteriores, siempre interesadas en crónicas que cuestionaran la presunta superioridad de su conquistadora Macedonia, han recogido para la posteridad uno de los reveses que más beneficiaron a la causa de Darío. Con su truco, ya utilizado durante sus días al servicio del sátrapa Artabazo, Memnón consiguió neutralizar a un hombre tan audaz como Proteas, auténtico hetairos del rey Alejandro a quien había confiado casi dos docenas de barcos para complicar la existencia de los persas.

 

Sus éxitos iniciales en frentes como Safnos, utilizando con habilidad el amparo de la noche, le hicieron sobrestimar sus ventajas ante Memnón, auténtico estudioso del estilo de hombres como Pérdicas o el propio Proteas. Es decir, jóvenes hábiles, inteligentes y propensos a la osadía, casi pequeñas réplicas de su soberano. Su gallarda muerte negándose a rendirse en la celada del mercenario de Darío complació tanto a la literatura favorable a los macedonios como inutilizó todavía más el escenario marítimo para su causa.

 

Farnabazo, cuñado del comandante rodio, encabezó una inesperada y eficaz alianza con los piratas que supuso auténticos quebraderos de cabeza para las élites comerciales. Hijos, sobrinos, amantes y oligarcas fueron presas de despiadados secuestros que permitían satisfacer a los ladrones del mar, mientras que la causa persa ganaba adeptos. Patroclo de Babilonia, siempre amplio en sus impresiones, afirma que por aquel entonces incluso Farnabazo y Datames tenían problemas para tratar con Memnón en privado.

 

Si bien es la única fuente que apoya esta loca teoría, conviene no subestimar la impresión de Patroclo acerca de que en Mitilene el soldado de fortuna rodio no fingió ninguna enfermedad. A su juicio, el comandante del Egeo había empezado a ser sutilmente envenenado con gran eficacia hasta una oportuna intervención que acabó con la desaparición de un hermoso eunuco que había sido visto en el camarote de Memnón. Sea como fuere, tras su mágica recuperación que muchos pensaban un simple ardid, el rodio no recibía a nadie si estar escoltado por veteranos de su entera confianza, nativos de su isla. Tampoco probaba ninguna comida o bebida previamente a ser catada por su servicio personal.

 

La muerte de Proteas supuso un durísimo golpe para Anfótero y Hegéloco, entusiastas y voluntariosos creadores de una improvisada flota. Pese a los éxitos, parece ser que el propio Darío desconfiaba de las tripulaciones fenicias y chipriotas a sus órdenes, siempre oscilantes al menor síntoma de debilidad. En una coincidencia asombrosa, los mensajes de Olimpia de parlamentar con el bando persa llegaron acompañados de otra escandalosa traición que oscureció la decisión de Alejandro una vez era el dueño del campo de batalla de Issos: marchar a Egipto.

 


Monóftalmos

 

Marsias de Pella es uno de los pocos autores que dio detalles sobre la infancia de Alejandro de Macedonia habiendo sido testigo presencial de los mismos. A diferencia de su querido hermano Antígono el Tuerto, más incluso que las armas, se sentía llamado por la crónica, razón que hace sus descripciones de las acciones de su célebre pariente una fuente básica. Pese a los aprietos del contraataque persa, el veterano general supo sostener con audacia las líneas de suministro de los invasores.

 

Sin poder dudarse de su amistad con Alejandro, es una de las pocas plumas que sucintamente habla de la ejecución de Alejandro el Lincéstida en vísperas de la batalla de Issos. Su rápido cautiverio y ejecución tras la tortura supervisada por Hefestión eran un tema tan delicado que sorprenden poco las invenciones posteriores. Yerno de Antípatro y hombre que gozaba del respeto de Parmenión, fue su fantasma el que explica la tensa reunión de un bando que debía sentirse vencedor tras haber puesto en fuga a Darío y la familia real persa.

 

Bien informados de aquellos acontecimientos en la distancia, tanto Antígono como su hermano tuvieron que informar de la triste deserción de Hárpalo, otro miembro del círculo de máxima confianza del rey macedonio. Nervioso por las noticias de la enfermedad del soberano tras su baño en Tarso e inquieto por el bloqueo, se decidió a hacer una oferta irrechazable al bando enemigo. Una gran cantidad de fondos bajo la promesa de que su amigo Taurisco y él podrían marchar hasta el Ática para ser tratados con honores.

 

Fruto de su quebradiza salud, Hárpalo no podía ostentar cargos militares, pero era una presencia querida y su deserción supuso otro derrumbe emocional para el vencedor en el Gránico e Issos. Aristóteles en persona dejó agudas reflexiones sobre aquella amistad traicionada que desdecía muchos de sus principios. La facilidad de los fugados en trabar contacto con el adversario escenificaba que las tornas estaban cambiando en el Egeo.

 

El carisma de Antígono entre sus tropas era inmenso. Cercano a la cincuentena, había pertenecido a la élite de generales que incluía a curtidos hombres de guerra como Parmenión. El Tuerto no veía con agrado los insultos que recibía su camarada de manos de estudiantes tan inútiles con la espada como Calístenes, siempre malicioso hacia la vieja guardia macedonia. Dueño y conquistador de Celenas, ocupaba una posición geoestratégica imperdible para una eventual retirada.

 

De hecho, los rumores de la ejecución del Lincéstida, la extraña detención de un tal Sisines y la huida de Hárpalo fueron tragos difíciles de digerir para el nutrido cuerpo de veteranos a su mando. Después de haberse sentido invencibles en todos sus enfrentamientos a campo abierto, su fortuna había empezado a cambiar. Marsias, en una posición delicada, procura describir a su hermano fuerte y plenamente leal, si bien sus palabras traslucen la profunda inquietud y desconfianza acerca de qué iba a ocurrir.

 

No solamente había espías de Darío entre sus filas. Se rumoreaba que Crátero usaba a una atractiva concubina para sonsacar información de Filotas, el primogénito de Parmenión. Otros hablaban de los pajes a quienes Hefestión controlaba hasta en el más ligero de sus pasos. Sagazmente, Ptolomeo ocupaba una posición intermedia robustecida por Pérdicas.




Tiro

 

Amintas debía fiarlo todo a un único golpe. Desertor macedonio que no podía esperar un trato mejor en caso de ser capturado que los superviviente del Gránico, motivo que le hizo ser cauto frente a las decisiones de Darío. El Gran Rey estaba agradecido al papel de Timondas y pareció ablandarse por el afecto que el hijo de Mentor había mostrado hacia uno de los pocos supervivientes de las purgas alejandrinas hacia su linaje.

 

Con un par de miles de mercenarios, recibió órdenes de marchar hacia Egipto. Las noticias de que los vencedores en Issos se dirigían allí eran desconcertantes, la clase de maniobra que al audaz y joven invasor protagonizaba normalmente. Cuando era esperable que persiguiera a Darío hasta el final, tomó la decisión de hacerse con una provincia rica del poderoso imperio que siempre había mostrado resentimiento hacia el poder de la ocupación persa.

 

Al parecer, Timondas había hablado a Amintas de los días de su progenitor al servicio del faraón Nectanebo. Relatos que habían dejado honda huella en el otro joven, quien propuso al Gran Rey marchar para reforzar al hábil sátrapa Mázaces. En algunos mentideros se rumoreó que Amintas únicamente pretendía hacerse con el poder en tierras del Nilo, si bien la intuimos como la clásica calumnia de las fuentes griegas hacia un personaje visto como renegado para su cultura.

 

Bien abastecidos desde el Pelusio por la flota de Memnón, gobernador y mercenarios estaban en disposición de plantear un enfrentamiento a los recién llegados. Corrían rumores asimismo de generosos donativos procedentes de templos epirotas hacia el oráculo de Siwah. ¿Pretendía realmente Alejandro dominar aquel escenario o era solo una falsa ilusión para Darío?

 

Poco convencido de las explicaciones dadas por la muerte del último miembro de los Lincéstidas, más allá de unas extrañas y confusas cartas, además de testimonios arrancados bajo el potro, Parmenión obedeció las instrucciones de tomar Damasco. Por aquellos días, el general se hacía acompañar a todos los lugares por Filotas, uno de los más indignados por aquella presunta conjura que había acabado con un noble macedonio pasado por las sarisas bajo acusaciones de conspirar contra su señor.

 

Convencido de poder batir a Darío en un nuevo enfrentamiento, Alejandro compartía con sus íntimos que le dejaría reclutar un nuevo y gigantesco ejército que destrozaría con la misma contundencia de las otras ocasiones. No obstante, para lograrlo debía tomar Tiro. Bien asesorado por los mejores ingenieros que habían sido contratados en los días de Filipo, arrancó un asedio donde la audacia de atacantes y defensores no conoció límites. Celosos de su independencia, los tirios tuvieron que aceptar la tutela persa, si bien esa superioridad naval les permitió sobrevivir los meses decisivos. Autofrádates, considerado los Ojos del Rey, recibió instrucciones de Memnón para apoyar en todo lo posible a los sitiados, además de un ventajoso acuerdo de alianza con Cartago.

 

Acompañado en todo momento por el adivino Aristandro, Alejandro dio ejemplo a sus hombres en las construcciones y los ataques hasta el punto de ser herido de suma gravedad.



La Paz de los Reyes

 

El encuentro entre Olimpia y Memnón de Rodas es uno de los que más elucubraciones han generado entre generaciones de novelistas. Indiscutiblemente, ambas personalidades se conocían desde los días del exilio del rodio tras la sublevación de los sátrapas. Sin embargo, hasta donde nos he permitido conocer, podrían haber tenido un buen conocimiento el uno del otro o apenas haberse tratado en la corte de Pella.

 

En todo momento, debe recordarse asimismo que el jefe mercenario no podía tomar ninguna determinación sin consentimiento del Gran Rey. De hecho, era Darío quien ansiaba la paz y cada vez se mostraba más desconfiado ante figuras emergentes como Maceo, a quien había nombrado guardián de Babilonia. Memnón cada vez sentía mayor confianza ante los problemas que se detectaban en Grecia, especialmente cara a los atenienses.

 

Contra opinión de Caridemo, el soberano Aqueménida quería acabar con aquel difícil conflicto dando unos más que generosos términos para los invasores. Conservarían su dominio sobre las ciudades conseguidas tras la batalla del Gránico, si bien los persas preservarían su influencia en enclaves como Halicarnaso. Quitándose una presencia que siempre la había incomodado, Olimpia consiguió la promesa de que Filipo Arrideo casaría con una de las hijas de Orontóbates, fusionando así ambas dinastías en la importante ciudad.

 

Las negociaciones de Eubea dieron lugar a la célebre Paz de los Reyes, todavía hoy estudiada como un modelo de diplomacia y objeto de fascinación para la genealogía. Incluso Alejandro tuvo que transigir a su postergada condición de hombre casado y prometerse con la princesa Estatira, hija del mismísimo Darío. En las ceremonias celebradas en la propia Babilonia, Hefestión fue el Compañero más distinguido al enlazar con Dripetis. En una divertida anécdota, Sisigambis, la abuela de ambas, pensó que el hijo de Amíntor era el monarca por su altura y distinguida apariencia, algo que pareció divertir mucho a un Alejandro, quien estaba sumido en una profunda melancolía desde su fracaso a los muros de Tiro donde, de cualquier modo, volvió a dar muestras de un enorme ingenio como asaltador de murallas.

 

Acostumbrado a cumplir sus órdenes con suma eficacia, Hefestión fue el primero de los macedonios en ayudar a aquella mescolanza de élites. Dripetis dio a luz, nueve meses después de la boda, a un hermoso muchacho que sería conocido como Patroclo de Babilonia. Las crónicas recordarían que, de su madre, como buena persa, aprendió a no mentir nunca. De su padre, a quien apenas conoció, se decía que había heredado una gran apostura y capacidad de fascinar a Alejandro, si bien mostró un mayor don para suscitar menos envidias que su progenitor al estar adornado de mayor humildad.

 

Memnón, quien había perdido a varios de sus hijos en el Gránico y a su sobrino Timondas, pudo ver a Eteocles y Fraates, jóvenes muchachos fruto de su unión con Barsine, comprometidos con la aristocracia de Macedonia. Concretamente, el mayor fue dado Adea, hija de la formidable Cinane, descendiente de los ilirios. En una historia fascinante, fruto de esa unión surgió una princesa guerrera llamada Eurídice que consiguió durante un periplo de su gobierno la independencia de su territorio.



Extractos de las memorias de Patroclo de Babilonia

 

Más allá de los recuerdos de mi madre, quien siempre guardo un gran respeto a su difunto esposo, apenas tengo constancia de haber conocido a Hefestión. Partió muy joven, no habiendo yo cumplido siquiera los tres años de edad. Imagino que para él estar con su nueva familia persa palidecía frente a la oportunidad de volver a cabalgar junto con Alejandro, ansioso el rey macedonio de nuevas conquistas.

 

Una campaña que, por una vez, no tendría lugar en suelo asiático. Se trataba de vengar la muerte del hermano de su madre, Alejandro de Epiro, y acudir en socorro de las ciudades helenas en territorio itálico. Sea como fuere, las relaciones entre tío y sobrino se habían enfriado en los últimos tiempos. Durante mi estancia en Pella, supe de boca de la propia Olimpia que había fundadas sospechas de que su hermano había estado en tratos con Hárpalo y Taurisco.

 

El tesorero apareció muerto al poco de establecerse los acuerdos de la Paz de los Reyes. En su finca del Ática se habló de suicidio, pero a ningún galeno escapaba la extraordinaria obstinación que, en ese caso, habría mostrado por lograr su objetivo. Se habló de un feroz agriano que había sido visto por la zona y que era un veterano del asedio de Halicarnaso. Ni siquiera en la confianza y amistad que tuvimos con el paso del tiempo, me atreví nunca a preguntar a Alejandro sobre la cuestión. En ocasiones, frente a una copa de vino no lo suficientemente aguada, el mejor amigo de mi padre evocaba con pena a la figura de aquel amigo a quien él había distinguido pese a sus impedimentos para entrar en combate. No había que ser excesivamente observador para entender que le seguía doliendo.

 

Por aquellos días, Calístenes afirma que Alejandro había cambiado varios de sus hábitos. Lucía una barba que le asemejaba bastante en estilo a Filipo, algo raro en él. Asimismo, envió una encantadora carta a Memnón de Rodas solicitando el apoyo de algunos de sus hacedores de mapas para trazar correctamente su misión de apoyo y desembarco en el sur de Italia. Tanto el rodio como Darío estuvieron sumamente felices del tono de la misiva y que el demonio de la guerra pusiera sus miras en otro lugar.

 

La campaña fue un éxito tan colosal que pasará mucho tiempo hasta que otro general la iguale. Aristóbulo afirma que eran las mismas virtudes mostradas en el Gránico o Issos, pero potenciadas con una mayor cautela y menos soberbia. De hecho, Alejandro llegó a comparar aquellos preparativos con la labor que había tenido Lanice, su nodriza para cuidarle. Una hermosa metáfora de cómo calculó hasta el mínimo detalle minimizar sus pérdidas y aumentar las del enemigo.

 

Era, además, una victoria que necesitaba sobremanera para oscurecer los turbios asuntos de Macedonia a su regreso. No importaba las ciudades que conservaba de los persas y sus generosos tributos, tampoco las distinciones de amistad que le hacía Darío. Aquel fracaso carcomía sus sueños. En un acto absolutamente impropio de él, durante la primera noche en su regreso a Pella hizo quemar su cuidada copia de La Ilíada.

 

 

Realmente, la guerra civil que se avecinaba tuvo poco de homérica. Fue un conflicto de tíos contra sobrinos y padres frente a hijos. Entrañables amistades se convirtieron en mera ponzoña. Dripetis, mi madre, siempre lamentó el destino de muchos de aquellas familias macedonias que habían servido con lealtad a Darío y fueron abandonadas a su suerte. Tal era el precio de la paz y resultó oportuno el accidente donde Amintas terminó ahogado en el Nilo tras un accidente de su embarcación. Mázaces siempre había sido un sátrapa hábil.

 

Incluso Antípatro terminó desesperado ante algunas de las medidas. El fantasma de Alejandro el Lincéstida, su yerno, se interponía entre el antiguo regente y el monarca al que ayudó a colocar en el trono. De hecho, sensatamente tuvo la prudencia de mandar a su joven hijo Yolas con Casandro, confiado de que su lejanía y buenas actuaciones contra los tracios protegerían al muchacho. El veterano tuvo una reunión secreta con Parmenión y Filotas donde se habló mucho de aquella cumbre que terminó con mi padre supervisando la tortura del Lincéstida.

 

En una ocasión, el comandante Memnón me habló de las pesadillas que provocó en Mentor la tortura de Hermias de Atarneo, quien sufrió los sofisticados métodos de arrancar confesiones del temido eunuco Bagoas. El curtido rodio había visto muchas cosas en los campos de batalla y él mismo no era un ejemplo de lealtad a una causa, pero haber sido quien capturó al tirano y lo llevó a ese estado dejó una impronta en él. Me preguntó si en mi padre, Hefestión, hubo similares dudas o, como siempre que cumplía una tarea para Alejandro, no cuestionó ninguna de las órdenes dadas.

 

Cuando conocí Pella, me pareció un palacio triste en comparación con Susa o Ecbatana. Con todo, hubo de ser una melancolía adecuada para el odio transmitido por aquel banquete donde Alejandro terminó asesinando en una pelea a Filotas. Ambos hombres se odiaban desde el primer exilio del hijo de Filipo, pero nadie pudo imaginar que los excesos del vino llevarían a aquel punto. Las viejas acusaciones de la conducta de Parmenión en Issos fueron demasiado para el hijo del viejo general, quien, según Ptolomeo, fue escoltado por varios Compañeros para no decir algo de lo que se arrepentiría. Eso dice el hijo de Lagos, pero Atarrias me señaló que no hubo ningún aviso y que aquella acometida con lanza no era únicamente la de un hombre borracho, sino de alguien que quería vengar una afrenta.

 

Una noche de vergüenza que le enemistó con Parmenión, el fiel lugarteniente de Filipo que le había protegido durante su ascenso al trono, incluso a costa de mirar a otro lado durante el crimen contra Atalo, el rival de Alejandro. Si en el pasado Calístenes se burló del timorato carácter del anciano estratega, la alianza entre Antípatro y Parmenión fue casi más de lo que pudo soportar Alejandro.  

 

La batalla del paso de Tsangon no añadió gloria al hombre de las grandes victorias. Parmenión se había hecho fuerte pactando con los ilirios y recibió el respaldo de Cinane. Contaba con un grueso de veteranos, algunos de ellos protectores del monarca en el pasado. Antípatro prohibió la presencia de Casandro. De receloso ante su hijo, ahora lo veía como la oportunidad de perpetuar su linaje incluso si él moría en combate. Estaba seguro de que el obstinado mucho evitaría que se extinguiera su sangre y apellido.

 

Aristóbulo dibuja a Parmenión en su caballo pidiendo a Zeus que permitiera al más apto para gobernar Macedonia que saliera vivo de aquella carnicería. En realidad, el hombre de confianza de Filipo estuvo cerca de cosechar la mejor victoria de su carrera. Frente a la mejor caballería del mundo, la que el propio Filotas había mandado, sorprendió reforzando su ala más débil con un movimiento de pantalla que llevó a sus viejos camaradas a sorprender a los Compañeros. Murieron Pérdicas y Crátero, junto con muchos centenares más y el propio Ptolomeo sufriría desde entonces una cojera constante.

 

Dos cosas salvaron a Alejandro aquel día. La lealtad de su centro formado por epirotas y la gallardía de los mercenarios helenos mandados por Darío, fiel a sus acuerdos y siempre ansioso de tener a su antigua némesis como aliado. El desastre se rozó en varios momentos de no haber sido por la oportuna intervención de Clito el Negro. Demóstenes, siempre malicioso, habló de la extraña conducta del ala izquierda de Antípatro. En dura pugna, sí, pero el antiguo regente estaba conteniendo a los agrianos. Resultan extrañas las descripciones de un cronista tan fiable como Marsias. Un presunto desorden y el error en una de las trompetas del ejército llevaron a una extraña y precipitada retirada donde Antípatro resultó muerto intentando contener a sus soldados de una victoria que todavía era posible.

 

Cuando ya éramos discípulo y maestro, amigos pese a la distancia de edad, sí quise saber de boca de Alejandro, el hombre a quien mi padre veneraba, que hubo de verdad en aquellas acusaciones. “Siempre luché por la gloria. En Tsangon luché por sobrevivir”. En el elevado listón que se ponía a sí mismo como estratega, aquella fue una mancha extraña, un triunfo conseguido sobre antiguos aliados. Ordenó enterrar a Parmenión con honores y corrieron tenebrosos rumores sobre qué hizo Olimpia con el cuerpo de Antípatro. Dicen que el vencedor lloró desconsolado cuando vio a Héctor, el último de los hijos de Parmenión, atravesado por una sarisa.

 

Llegó la paz con la espada y viajar a combatir a pueblos como los romanos fue su manera de reconciliarse con una nueva generación. Allí le siguió mi padre, eternamente fiel, junto al almirante Nearco y los amigos que seguían vivos. La campaña fue un éxito y todavía hoy abundan en Tarento las estatuas de ambos. Incluso encontró a Taurisco, hombre poco fiable con grandes historias que contar y extraños acuerdos entre Hárpalo y Alejandro de Epiro. El oro había desaparecido, pero la cabeza del traidor quedó expuesta por los propios samnitas, sus anfitriones hasta que descubrieron que era poco inteligente exponerse al hijo de Filipo y Olimpia.

 

El resto es muy conocido. Calístenes de Olinto nos habló de Praxes Alexandrou, las gestas del audaz comandante cuya red logística le permitió tener las máquinas de asedio precisas para asolar a la prepotente Roma. Sus legiones se mantuvieron durante semanas, pero terminarían cayendo como lo hizo Tebas en el pasado. Hubieran cedido antes de no haber sido por la desafortunada muerte de Hefestión mientras inspeccionaba las posiciones. Igual que Aquiles, Alejandro se refugió en su tienda, no quiso hablar con nadie y fue presa de la peor cólera.

 

Comprendo absolutamente que el Senado llegase a dudar de su pueblo sobreviviría a aquello. Sagazmente, los romanos mostraron instinto de supervivencia. Puede que hubiera quemado los versos de Homero, pero resonaban en su memoria. Patricios distinguidos se presentaron como Príamo para suplicar su compasión. Todos lloraron, pero solamente uno lo hacía por el mejor de sus amigos. El tratado de alianza quedó sellado y Antígono I Monóftalmos supervisaría las guarniciones y adiestraría a aquel nuevo aliado en técnicas militares. Marsias afirma que las legiones fascinaron a Alejandro y estaba deseoso de verlas en acción con las sofisticaciones que ansiaba incluir.

 

La Oikūménē miraba paralizada al conquistador renacido. Alejandro volvió a afeitarse la barba, como aquella persona que ha expiado un pecado. Al poco de su éxito, falleció Memnón de Rodas. Odiado por la nobleza persa, Darío vio aquello como un mal augurio. Había sido su mercenario el rodio la clave para desbaratar la temida invasión. Sin embargo, Alejandro honró su palabra. Casi pareció que guardaba un extraño respeto por su antiguo adversario. Escribió a los palacios y también a almirantes como Farnabazo dando el pésame, además de solicitar su ayuda para los planes poco favorables a Cartago, potencia africana a la que quería castigar por su actuación en Tiro. Aquella fortaleza donde el impacto de un proyectil en las costillas por poco acaba con su vida y le hacía no poder conciliar nunca el sueño adecuadamente.

 

Darío se entusiasmó, como le solía suceder cuando Alejandro le trataba como a un igual. Entonces el macedonio solicitó mi presencia, ansioso de conocerme según decían. Demóstenes, siempre malicioso, estaba poco interesado en ponderar mi habilidad musical con la flauta o mi destreza en la lengua griega, pronto corrieron maledicencias en la Asamblea ateniense sobre los impúdicos juegos del tirano sobre mi joven cuerpo. Nada de eso fue verdad, pero estoy seguro de que, cuando llegaron a los oídos del conquistador, Atenas dio los primeros pasos para desaparecer de la Hélade.

 

Conocí a un hombre extraño a inquietante, si bien era de igual manera imposible no querer contemplarle. Sus heridas de guerra eran muchas y el dolor de sus heridas una marca que le enorgullecía. Pronto, con la única excepción de Clito, era una de sus presencias más solicitadas. Creo que ante mí buscaba dar la mejor versión posible, la que pensaba permanecería en el recuerdo de Hefestión, si es que en el Hades nos es posible conservar el recuerdo de las personas que amamos. Cuando caía en noches de insomnio y abundante vino, daba órdenes a El Negro para impedir que le viera. Yo, por aquel entonces, le culpaba de la muerte de mi padre, algo que él adivinó nada más ponerme la vista encima, como si no pudiera esconderle nada de mi pasado, presente o futuro.

 

Puso sumo esmero en darme a los mejores educadores y era tan paciente como amable contestando las insistentes cartas de mi madre. Con algunas mujeres podía sacar un lado dulce y encantador, casi de hijo predilecto. Comprendía su preocupación, pero insistía en la importancia de ejercer como tutor de mi persona. Trajo a Teofastro para mis clases personales, todavía dolido de algunas frases desafortunadas de su maestro Aristóteles sobre el pueblo persa. Pese a haber querido conquistarnos, solía mostrar fascinación por los dominios Aqueménidas y nunca consentía ningún descrédito a mi persona de ningún cortesano o embajador griego.

 

Los mapas sobre Cartago que ponía en su tienda de mando estaban hechos con el cuidado propio de los servidores de Memnón de Rodas. Alejandro los había heredado y, como por desgracia pude comprobar, ansiaba otras cuestiones de la vida del mercenario rodio. Barsine fue quien me acompañó en el viaje a Macedonia y prolongó tanto su estancia que daría luz a un hermoso bebé llamado Hēraklḗs que vivió apenas unas semanas. La diferencia de edad pareció importar poco al soberano de Pella, si bien era innegable que la hija de Artabazo era una de las damas más sofisticadas de su época. Con todo, creo que había algo en el mejor amigo de mi padre que quería poseer aquello que había sido de Memnón, el hombre que, más incluso que Caridemo, Farnabazo o Agis, había propiciado la Paz de los Reyes, terminó que él odiaba.

 

Eteocles y Fraates, con los que trabé una hermosa amistad, procuraban evitar el incómodo tema, máxime cuando Alejandro se cansó de su nuevo juguete. Barsine regresó a Susa, presa de las maledicencias de la aristocracia persa. Dripetis la protegió en todo lo que pudo y Artabazo consiguió para ella un digno matrimonio con el almirante Nearco, realmente honrado de poder estar en un navío que había tripulado su admirado comandante en jefe. Jamás sintió nada por él, aunque quizá Barsine jamás se emocionó por ninguno de sus maridos o amantes, si bien ejecutaba su papel con una perfección que nadie habría podido superar.

 

Ni siquiera el éxito de Anfótero contra la flota púnica le complació por más de una noche. Malicio que, al haber sido el triunfo de uno de sus almirantes, no lo terminó de sentir como propio, a pesar de que era su inteligencia estaba detrás del éxito. Sin importar mis lecturas metódicas de Jenofonte y Tucídides, jamás me fascinaron las cuestiones militares, hecho que no era óbice para admirar a un genio en el culto a Ares. Cuando Alejandro exponía sus ideas al alto mando, su confianza, audacia y carisma parecían embriagar a su auditorio con una sensación de invencibilidad.

 

Arrancado el orgullo de Cartago, logró convencerme de seguirle hacia su peregrinaje tantas veces pospuesto al oráculo de Siwah. Por aquel entonces Olimpia ya había muerto y no le vi verter ni una lágrima por ella. Sin embargo, algo murió en él con la epirota. Durante mucho tiempo, su progenitora le reprochó haber permitido los desmanes de Cinane. ¿Por qué no la aplastó por sus tratos con Casandro? En el fondo, la sentía como una hermosa Pentesilea, un alma gemela de su corazón de Aquiles. Le divertía en secreto verla prosperar y convirtiendo a su prole en auténticas amazonas.

 

Solamente yo supe todas las preguntas qué hizo a aquellos sacerdotes del oasis, tan ansiosos de complacerle. Los asesinos de Filipo. En todos los años que estuvimos juntos, nunca llamaba padre a su predecesor en el trono. Únicamente, Filipo. Así se expresaba con Clito cuando recordaban días antiguos como la batalla de Queronea. A veces, parecía recordarlo con afecto y admiración. En otras, su lengua resultaba viperina y sacaba a relucir el lado más ácido y descorazonador. Los paralelismos que sus veteranos creían ver entre padre e hijo eran algo que utilizaba para ganar el afecto de la tropa, pero no le complacían. Cualquiera que conoció al conquistador, era consciente de su temor a las deidades y el pánico que le provocaba la pena por el parricidio. No obstante, ¿y si él creía la historia de Olimpia sobre su condición de semidiós que nada debía al rey de Macedonia?

Las purgas que hizo o consintió contra familias como la de los Lincéstidas eran una mancha de sangre que le perturbaba. Sobre todo, Cleopatra Eurídice era un espectro con un bebé que le rememoraba su lado más oscuro. Aristóteles, hombre sagaz, resumió todo el asunto como el rencor amoroso de Pausanias. Una explicación demasiado directa y conveniente que anulaba preguntas incómodas.

 

En mi fuero interno, yo le habría recomendado mirar más hacia el horizonte que ese pasado que llevaba tatuado. Observé la manera en la que Ptolomeo recogió el anillo de regente. Solamente la más ciega amistad, la que Alejandro solía profesar a los suyos, debió impedirle darse cuenta de que aquel hombre ambicioso podía ser mil veces más peligroso que Antípatro, un administrador leal hasta que la situación entre ellos fue insostenible. Incapaz de volver a montar a caballo por culpa de los soldados de Parmenión, el hijo de Lagos quería probar su valía en la política, seduciendo y comprando voluntades.

 

Existen múltiples opiniones acerca de sus últimos actos. Con todo, creo que al rey de Macedonia le importaba poco qué sucediera una vez él no estuviera. Permitió crecer a Ptolomeo, mientras cada vez desatendía más a su prole con Estatira. Ocasionalmente, reparaba en mí y parecía ansioso de distinguirme sobremanera, hasta el punto de que llegué a temer por mi carrera una vez no tuviera aquel manto protector. Si bien la hermosa Cleopatra, digna heredera de Olimpia en cuanto a regio aspecto, era un alma amable, el resto del círculo del mejor amigo de mi padre era la oscuridad más absoluta oculta bajo una fría sonrisa.

 

Me adentraba a la edad adulta cuando sucedió el asunto de Atenas. La hora en que Demóstenes pagó sus viejas deudas con Alejandro. Un cobro tan brutal que sus pagos se extendieron a toda la ciudad, aquella cuna de civilización tan renombrada por sus filósofos. El orador creía ser astuto, mientras que el rey de Macedonia solamente quería dejarle tirar del hilo para tomarse la venganza de sus tratos con Memnón de Rodas. Además, siempre hubo rumores de un comentario malicioso de Demóstenes a Olimpia en su célebre entrevista. Que le susurró el político a la reina de Epiro quedó entre ellos, pero estoy seguro de que Alejandro lo sabía.

 

Agis de Esparta quedó sorprendido, pero encantado de aquella oferta. Destruir a un adversario tradicional y repartirse los pedazos mientras el eficaz ejército macedonio hacía el trabajo sucio. Resultaron conmovedores las embajadas persas, la lucha diplomática por evitar a una masacre en Grecia. Resultó en vano. Los propios actos de Demóstenes y las hábiles mentiras de los agentes del rey habían determinado que caería El Ática. Una revancha incubada desde la Paz de los Reyes.

 

Nunca vi tanta barbarie. La cabeza de Demóstenes quedó expuesta para el espanto de la Asamblea. Peucestas, un atractivo oficial que iba ganando adeptos en el poderoso ejército, tuvo el honor por parte del propio rey de llevar el estandarte sagrado que habían tomado de Troya a aquella victoria nada gloriosa. Atenas quedó purificada bajo un fuego que hacía palidecer al de Jerjes. Muchas familias quedaron despedazadas, reducidas a la esclavitud u obligadas a dispersarse. Pude hablar con el antiguo almirante Cares antes de que este, sensatamente, decidiera quitarse la vida. Derrotado siempre contra Filipo, el anciano estratega vivió una segunda juventud con la oferta de Memnón.


Cares tenía ricas posesiones en Eubea, un generoso destino que Caridemo y el líder rodio le proporcionaron por su valiosa ayuda. Ahora, era consciente de la terrible venganza que iba a propiciar Alejandro. Me recomendó hablar también con Caridemo, el cual había visto cumplido su antiguo anhelo de ser señor de la Tróade. Aunque no le resultaba simpático, mi condición le obligó a recibirme y confesar sus temores. Había pasado demasiado de la Paz de los Reyes, Darío estaba cada vez más enfermo y era cuestión de tiempo que el viejo anhelo del conquistador no volviera. ¿Por qué desde que Antígono hizo los primeros entrenamientos estaba tan obsesionado por mejorar a su forzoso aliado romano? Sus riquezas obtenidas a costa de Cartago hacían más factible que nunca costear la empresa mejor que la primera vez que pisó suelo asiático.

 

El antiguo mercenario de Eubea se hallaba convencido de que, sin Memnón, nada podría detenerlo. Años atrás, durante una visita al valle de Zelea, los dos habían coincidido. Con malicia, Caridemo quiso saber quiénes habían sido los tres mejores generales de la Historia a ojos de Alejandro. Ciro el Grande, Filipo y él mismo, contestó sin un ápice de nerviosismo en su voz. Muchos sátrapas vieron un detalle de mal gusto aquella falta de modestia. En cambio, el soldado de fortuna heleno, divertido por la afirmación, quiso saber qué habría dicho el macedonio de no haberse visto obligado a retirarse por la flota de Memnón.

 

Sin ninguna vacilación, Alejandro puso sus fascinantes ojos sobre su antiguo enemigo. Vi a muchas personas fuertes quebrarse cuando hacía eso. Caridemo no fue la excepción. “En ese caso, me habría puesto por delante del mismísimo Ciro”. Era esa la daga del rodio que nunca había podido perdonarse. Sin importar sus muchos éxitos posteriores o la creación de una nueva Atenas a su imagen y semejanza, suerte para Aristóteles que no vivió para verlo, sentía que la Paz de los Reyes le hurtaría su lugar en la posteridad, aquella fama como el nuevo Aquiles que le hizo quemar los versos de Homero que adoraba.

 

Supe que en nuestro último banquete era el último favor que me pediría. Tal era soberbia que, como en las noches de confesiones, sabía que no podría negarme. Su hibris era de tal dimensión que me juzgaba un nuevo Hefestión capaz de coger la espada y acompañarlo a tomar Persia, incumplir su tratado y llegar hasta la India, no sin antes doblegar a los escitas. No importaba que ya hubiera hablado por mensajes secretos con Casandro y Yolas. Tampoco el veneno exacto que no dejaría rastro. Hasta el final no supe si lograría subyugarme.

 

Como persa, estaba acostumbrado a no mentir nunca. Por ello, esta obra contará con todo detalle los pasos que me llevaron a acabar con la vida del mejor amigo de mi padre… 




Nota:

[1] Correspondiente en nuestro multiverso histórico a algún momento entre finales del 333 y comienzos del 332 a.C.