UCRONÍA
La Paz de los Reyes (Primera parte)
Marcos R. Cañas Pelayo
Doctor Europeo por la Universidad de Córdoba. Profesor de Geografía e Historia en el IES Maimónides.
Palabras clave: Alejandro Magno, Grecia, Memnón de Rodas, Mercenarios y Persia.
1. El tenso verano
Los rumores de la muerte del comandante Memnón de Rodas se propagaron con rapidez por toda la isla de Lesbos. Particularmente, la adinerada ciudad de Mitilene sintió un alivio, puesto que el jefe mercenario al servicio de los persas la estaba sometiendo a un feroz asedio. Tal como reflejan los textos de Cares de Mitilene, durante el tercer verano del reinado de Alejandro III de Macedonia[1] se sucedieron rumores halagüeños para el núcleo urbano bloqueado en su salida portuaria por los navíos del rodio: el Gran Rey Darío III iba a abandonar los planes de invadir Grecia y reclamaba a sus mejores soldados de fortuna para concentrarse con él en Babilonia. Por ende, quedaría olvidado el frente recientemente abierto en el Egeo para buscar una gigantesca batalla campal con la que frenar a la osada invasión del soberano macedonio, iniciada el año anterior en suelo asiático.
Pronto, los defensores de la muy poblada Mitilene se hicieron más audaces en sus salidas. Cares destacaba la situación:
Los mitilenos observaban que en el ejército persa había un espíritu de rebeldía y enfrentamiento. Las deserciones iban en aumento y pequeños grupos de soldados se fortificaban a la vista del enemigo, fuera del campamento principal, desafectos y tendentes a la disputa
Era una triste metáfora para la decadencia de los planes del fallecido estratega. Aquellas empalizadas dobles y las guardias establecidas en Sigrium quedaban ahora en nada, con los mercenarios griegos dudando qué rumbo de acción tomar. Sorprendía poco que un grupo de ellos quisiera cambiarse de bando, haciendo jugosas ofertas a los defensores. Convencidos de poder lograr un éxito que les granjease el favor de la poderosa Macedonia, algunos de los mejores guerreros aceptaron hacer una incursión que, según los desertores, podría permitirles asesinar o capturar a Farnabazo, aristócrata persa que había recibido el generalato a la muerte de Memnón.
Dicha avanzadilla supuso el inicio de la destrucción de Mitilene. Los audaces exploradores acabaron aniquilados o hechos prisioneros con una facilidad pasmosa, puesto que el presuntamente desordenado ejército empezó a actuar como una máquina de implacable precisión. Así sucedería durante las siguientes jornadas, estableciéndose un fuerte pánico en los sitiados cuando se reveló que el jefe mercenario de Rodas estaba vivo y dispuesto a redoblar los esfuerzos de su ataque. Contaba ahora con valiosos rehenes, varios de ellos hijos de los más acaudalados comerciantes de la ciudad, tal y como era su deseo. Memnón había repetido un ardid similar décadas atrás durante la rebelión de los sátrapas contra el poder de Susa. Ahora, estaba a su entero servicio para que el imperio aqueménida sobreviviera a la peor amenaza que nunca había conocido.
2. Soldado de Fortuna
Pese a los importantes mandos que ostentó para Persia, sabemos poco de la infancia y juventud de Memnón de Rodas. Para la fecha de su planificada invasión de Grecia, apenas algunas inscripciones en la isla de Eubea nos confirman que el veterano estratega pasaba de la cincuentena en ese momento de su trayectoria vital. Su carrera bélica se había iniciado a la sombra de su hermano mayor, Mentor, un jefe mercenario rodio que alcanzaría gran preponderancia al emparentar con el adinerado sátrapa Artabazo, noble persa y gobernador de la Frigia Helespóntica.
Antes de llegar a la treintena, Memnón ya se encontraba combatiendo con Mentor en favor de Artabazo y otros aristócratas rebeldes a la autoridad del Gran Rey. Sin bien tuvieron la mala suerte de militar en el bando perdedor, consiguieron no pocos éxitos: garantizar el honroso exilio de su benefactor a Macedonia y algunas victorias que les dieron renombre como conductores de hombres. Pronto, Mentor viajó por Egipto y Sidón, defendiendo con éxito ambos enclaves de la dinastía aqueménida.
En cambio, su hermano pequeño quedó como protector de Artabazo y la joven Barsine, hija del sátrapa y esposa del propio Mentor. Es una lástima que las crónicas macedonias no reparasen en tan interesante huésped que durante diez años pudo conocer a la corte de Pella y la maquinaria militar del por entonces rey de Macedonia: Filipo II. Hombre perspicaz reconociendo el talento, sorprende que nunca emplease a su invitado. Escritores de novela histórica como Alessandro Gentile han especulado en sagas literarias sobre que Memnón y el imberbe príncipe Alejandro hubieran tenido una entrañable amistad, aunque ningún indicio real podría confirmar o desbaratar dicha opción.
Hombre impredecible en sus tácticas y obseso de los mapas como herramienta para la victoria, el rodio pudo recorrer con calma los bosques macedonios y conocer a su ambivalente aristocracia con fama de levantisca. Cosechó información que le sería útil cara al futuro. De hecho, tras la caída de Mitilene y el exitoso ataque a Ténedos, el mercenario recibiría posteriormente en Eubea un favor que había solicitado en secreto al mismísimo Darío: las primeras muestras de monedas con la que pagar a sus soldados, incluyendo en el reverso rutas sobre lo dominios regidos por Antípatro. De cualquier modo, años atrás, cuando Filipo despidió cortésmente a Artabazo y a su linaje tras ser perdonados por Persia, no podía imaginar que había dado munición para un futuro adversario.
A la muerte de Mentor, Memnón mantuvo su alianza con Artabazo al desposar con su cuñada, Barsine. El Gran Rey Darío exigió custodiar a toda la familia de su comandante en jefe del Egeo en su palacio de Susa. Es absurdo pensar que el Gran Rey dudase de su mejor general. Se trataba de una acción cara a la galería que debía contentar a su corte, cuyos nobles siempre miraron con suspicacias a un mercenario extranjero que, además, recibía generosos emolumentos si la lucha se alargaba. Habían temblado los sátrapas al principio de la invasión cuando Memnón propuso practicar la tierra quemada para frenar a Alejandro III. A ello había ayudado la política del rey macedonio a la hora de no tocar las ricas tierras que su rival tenía en la Tróade, sembrando una razonable duda en el bando enemigo sobre una posible complicidad entre ambos. No podía ni imaginar el aventurero macedonio que esa misma cizaña le aguardaba a él.
3. La Vieja Guardia
Con su característica audacia, Alejandro pareció dejar a la flota persa a su suerte. Su círculo interno reconocía que se jactaba de que iba a doblegar a los barcos de Darío en tierra. Una estrategia arriesgada donde, como aconteció siempre en su carrera militar, los éxitos iniciales fueron deslumbrantes. No obstante, en varias ocasiones rozaría el desastre y sus solicitudes de trirremes atenienses no eran siempre atendidas.
Sabedor de las tensiones internas que estaba sufriendo Darío, un Gran Rey a merced de los planes de una espada a sueldo, el soberano de Macedonia y líder de la coalición griega soñaba con provocar a su adversario a un gigantesco enfrentamiento. Como subraya su cronista oficial, Calístenes de Olinto, no albergaba ningún temor de entablar dicho duelo pese a la más que previsible inferioridad numérica. A medida que avanzaba por los enclaves costeros y rendía ciudades con hábiles asedios que superaban incluso a los de su padre, las presiones de los nobles persas serían insoportables para plantarle cara.
Una revisión de las notas de Calístenes, copiadas y entregadas a los discípulos de su célebre tío-abuelo Aristóteles, nos contagia la sensación de que nadie en el estado mayor del señor de la guerra macedonio cuestionaba el atrevido plan. Ptolomeo Lagos, uno de sus compañeros de infancia y de estudios en Mieza, empezó aquí un relato secreto y que cuestionaba muchas de esas aseveraciones. En particular, defendió el papel de su camarada Pérdicas, absurdamente acusado durante el sitio de Halicarnaso por haber hecho una incursión nocturna indisciplinada y con guerreros borrachos. En sus memorias, Ptolomeo recalcaría que su amigo había seguido las órdenes encomendadas, teniendo la mala fortuna de caer en una celada de Memnón.
Más todavía elogiaría a Antígono El Tuerto, uno de los viejos generales de Filipo. Dejado atrás para vigilar la zona de la Frigia Helespóntica, el curtido guerrero lograría sobrevivir en ingeniosas batallas a una inesperada sucesión de ataques terrestres. Este plan supuso un desembarco secreto bien ejecutado y coordinado. Únicamente la rapidez en la respuesta de Antígono salvó una situación que habría dificultado muchísimo la posición de aquel teatro de operaciones.
“Hay guerras de ratones y otras de hombres”. Según un relato latino posterior, con aquellas frías palabras habría acogido Alejandro las noticias de la feliz victoria. Ciertamente, como veremos, el líder guerrero estaba en aquellos instantes inmerso en su propia fabricación de una milagrosa victoria ante el ejército de Darío, si bien la presunta frase pudo ser una invención posterior. Un bulo que, con todo, acertaba a mostrar las fracturas de una fuerza de invasión que se sostenía por el carisma de su líder y la calma del lugarteniente más destacado: Parmenión. General favorito de Filipo II, el anciano militar había apostado por la causa alejandrina hasta el punto de consentir la eliminación del general Átalo, adversario personal del por entonces príncipe, con quien había emparentado. El experimentado estratega obedecía ciegamente las instrucciones y no parecía enfurecerse ante la forma en que la pluma de Calístenes minusvaloraba sus acciones. Por el contrario, Filotas, uno de sus hijos, empezó a encabezar a un grupo de oficiales que reclamaban un mayor respeto a los veteranos macedonios. Pronto, viejas amistades serían puestas a prueba. Paralelamente, Atenas aguardaba, consciente de tener la llave de aquella disputa entre persas y helenos desde los días de Jerjes.
4. Un orador
“En el arcontado de Nicócrates, ejerciendo la pritanía la tribu Acamántide, el día dieciséis del mes de Memacterión, Demóstenes, hijo de Demóstenes de Peania, propuso: toda vez que Macedonia ha sido transgresora de los términos de paz con el pueblo ateniense, despreciando los juramentos y los principios de justicia reconocidos por todos los griegos, y se apodera de ciudades que no le pertenecen en lo absoluto […]” (Sobe los asuntos de Persia, I). Cualquier persona que haya estudiado la lengua griega conoce el célebre inicio de uno de los discursos más famosos del orador ateniense Demóstenes.
Después de la aplastante victoria macedonia en la batalla de Queronea, el gran opositor de Filipo II había tenido que aguardar el momento de reavivar el fuego de su gran obsesión: impedir que el tuerto monarca y sus sucesores gobernasen con puño de hierro la Hélade. Indiscutiblemente, aquel artesano de la oratoria de disciplina inhumana no había sospechado que podría rearmarse tan pronto. Ya tuvo fortuna al escapar inmune de sus diatribas contra el recientemente coronado Alejandro, quien tenía veinte rehenes destacados del Consejo de la ciudad y el peso de la Liga de Corinto.
Detrás de su estructura formal e impecable factura que incluso sus adversarios en la Asamblea elogiaban, Demóstenes inició aquí una serie de relatos épicos y patrióticos que apelaban al destino de los mercenarios atenienses que habían luchado en Halicarnaso contra las huestes de Alejandro de Macedonia. Si bien fue un secreto guardado durante aquellas vitales semanas en donde sus vívidas descripciones de la defensa de Halicarnaso espolearon al pueblo, el orador estuvo asesorado por Trasíbulo y otros supervivientes de aquella feroz lucha. Pudieron aportarle testimonios de primera mano donde se acentuó la brava muerte del ateniense Efialtes mientras quemaba las torres de asedio macedonias, una magnífica descripción con tintes homéricos.
La cautela debió de ser máxima en un clima donde el célebre filósofo Aristóteles había vuelto con todos los honores a la ciudad. El Estagirita había sido preceptor de Alejandro durante su juventud. Eubolo de Probalinto, según le acusaría Esquines tiempo después, movió a su red de comerciantes y hombres de negocios en el Ática para albergar a estos huéspedes secretos que, como Trasíbulo, además, traerían promesas de los generosos sobornos que vendrían de la mano de Darío y el retorno de los parientes exiliados.
Es conveniente aquí no dejarnos llevar por la parcialidad de las fuentes. Demóstenes es visto en algunas interpretaciones como el valeroso hombre de estado que quería devolver la antigua gloria a Atenas. En otras, y no sin argumentos, se subrayan los métodos empleados tras sus hermosas palabras y el dinero obtenido de Persia. De idéntica manera, desde la Paz de Filócrates eran habituales las dádivas que Filipo y su hijo Alejandro dieron a representantes como Esquines, entre otros. Más allá de las emocionantes descripciones de sufrimiento de los exiliados siervos de Atenea forzados a luchar frente a un tirano, había un complejo escenario de variados intereses.
Incluso más eficaces que las palabras eran los actos de Memnón. Habiendo dejado al hábil Farnabazo en la recientemente ocupada Ténedos, el rodio se disponía a amenazar las líneas de suministro de grano atenienses. Un paisaje donde la habilidad de Demóstenes únicamente debía aguardar la entrada de Esparta para revelar sus intenciones.
5. El refugio de las serpientes
La sangre de Filipo II no se había secado en el teatro de Egas cuando se inició la mortífera danza que acontecía en las sucesiones por el poder en Macedonia. El príncipe Alejandro había sido sistemático y raudo al eliminar a los presuntos instigadores del magnicidio. Corrían maliciosos rumores de que el heredero no deseaba que nadie pensase en cuánto le había beneficiado el asesinato cometido por Pausanias de Orestes, escolta de Filipo que le apuñaló en medio de las celebraciones del enlace de la princesa Cleopatra, por lo que halló un perfecto chivo expiatorio en la casa de los Lincéstidas.
Hermoenes y Arrabeo, dos hermanos de este clan norteño, fueron espectacularmente sacrificados ante la tumba del rey contra el que supuestamente habían conspirado para colocar en el trono a Amintas, verdadero soberano de Macedonia y condenado al ostracismo por su oportunista tío Filipo. Una compleja trama que cuadraba en las turbulentas aguas de la aristocracia macedonia, tan hiperbolizada por las fuentes griegas, siempre complacidas en retratarla como salvaje. Sin embargo, Alejandro de Lincéstide, el último de los hijos de Aéropo, hermano menor de los ejecutados, supo pasarse al bando vencedor y logró distinciones del nuevo gobierno. Indiscutiblemente, su condición de yerno de Antípatro le favoreció a la hora de que se olvidasen presuntas faltas del pasado.
Hombre a la sombra de Filipo y el general Parmenión, Antípatro era un militar experimentado y en quien el aspirante a conquistador de Persia tuvo que confiar para asumir la regencia de un territorio acostumbrado a los conflictos. De hecho, ya estaba tomando enérgicas medidas ante los rumores de rebelión en Tracia, mientras su yerno gozaba de mandos en Asia. De cualquier modo, parece que llevarlo a aquella campaña era una forma sutil de mantenerlo vigilado, como si el nuevo rey no terminase de confiar realmente en él.
Memnón, quien había pasado años exiliado en la corte de Filipo II, sin duda recordaría a aquel joven aristócrata que ahora dirigía la caballería tesalia de su regio tocayo. Más allá de sus espectaculares victorias para sofocar las primeras rebeliones que hubo en Grecia tras su ascenso al trono, Macedonia era un lugar plagado de ambiciosas víboras que Persia podía explotar. En el círculo del rodio había parientes de Átalo y defensores del desgraciado príncipe Amintas. Ptolomeo Lago, en su detallada reconstrucción del asedio de Halicarnaso, afirma que Neoptólemo, hijo de Arrabeo de Lincéstide, murió luchando en el bando persa mientras que un hermano suyo era oficial en las huestes de Alejandro.
Aquellas noticias llegaron a Susa, probablemente de labios de la mismísima Barsine. Darío, ascendido a Gran Rey en las turbulentas conspiraciones y envenenamientos del eunuco Bagoas, debió sonreír aliviado. Tal vez no fuera rival desde el punto de vista militar a un enemigo que lo acosaba en su propio imperio, pero era sumamente ducho a la hora de sembrar discordias.
Por aquellos días, el joven Timondas, hijo de Mentor y sobrino de Memnón, había trabado una estrecha relación con uno de esos exiliados macedonios: el hijo de Antíoco, llamado también Amintas. Al parecer, Barsine fomentó el lazo entre los dos jóvenes. La noble persa era consciente de que su hijastro podía conseguir una valiosa amistad para los inciertos tiempos que aguardaban a persas y griegos.
6. La ira de Aquiles
El Helesponto era un punto crucial para la logística que necesitaba la fuerza invasora de Alejandro. Hegéloco y Anfótero, dos de sus hombres de confianza, habían recibido instrucciones muy concretas para defender dicho frente. Sin embargo, la alianza que oficializan Memnón y el rey Agis III de Esparta en otoño es un duro golpe para su causa. Victorioso en el Gránico, el joven monarca había agradecido a toda Grecia el triunfo… salvo a los lacedemonios. Ahora, la combativa polis se levantaba en armas.
Corrieron noticias de una gran reunión celebrada entre los embajadores espartanos y el líder mercenario en la isla de Sifnos. Se pacta un envío inicial de 20 trirremes y 30 talentos de plata para la causa lacedemonia, siendo el cabo Ténaro esencial para el primer objetivo de Agis: Creta. La recuperada base de Halicarnaso resultó esencial para los barcos de Darío. Recuperar aquella fortaleza tenía peso simbólico. Allí habían logrado amenazar incluso la vida de Alejandro en una audaz sucesión de salidas perfectamente ejecutadas por el bravo Efialtes, elevado por Demóstenes a la categoría de un Héctor de Troya en el imaginario ateniense.
Atarrias, uno de los veteranos de Filipo, recordó en una ocasión la acción salvadora de los veteranos macedonios en los muros de Halicarnaso, además de la intervención de Clito el Negro cuando el noble persa Espitrídates estuvo a punto de asesinar al monarca en la batalla del Gránico. Según el testimonio recogido por Ptolomeo, esas anécdotas no gustaron en lo absoluto a Alejandro. Dejando a Memnón a su suerte, el rey buscaba provocar a Darío a un colosal enfrentamiento.
En esas semanas de incertidumbre, las excelentes acciones de Antígono el Tuerto y una derrota de Orontóbates, señor de Halicarnaso, en una salida terrestre fueron vitales alivios para la causa de Macedonia. Memnón aprovechó la oportunidad para volver a exponer lo necesario de su taimada estrategia. Sus navíos presionaban cada vez más a Atenas, especialmente los del almirante Cares, otro exiliado con influencia. Teofastro habla de urgentes misivas de Aristóteles dirigidas a Hefestión, favorito de Alejandro y, probablemente, el alumno predilecto del filósofo en Mieza.
En las huestes del Gran Rey, Caridemo, uno de sus consejeros militares, fue enviado con Memnón a solicitud del jefe mercenario. Aventurero que había tenido mentores de la talla de Ifícrates, modelo para el mismísimo Filipo, Caridemo había sido tanto aliado como enemigo de Mentor de Rodas en el pasado. Precisamente el hermano de Memnón fue esencial para que el sátrapa Artabazo le concediera el perdón tras haber abandonado su causa. Originario de Eubea, tenía fama de gran táctico y se confiaba en que aportase sus influencias para doblegar a la gran isla donde Macedonia iba a planificar defensas.
Paralelamente tras y hacer una hábil propaganda en el Gordio, Alejandro prosigue su marcha, habiendo dejado a Parmenión la marcha con las fuerzas de caballería e impedimenta. Calas, otro de sus lugartenientes, recibe instrucciones para saquear las posesiones de Memnón en la Tróade. El mensaje estaba claro: ya había dejado de ser útil infundir falsas sospechas sobre el hombre a quien Darío había elegido como su defensor. Recién llegado a las Puertas Cilicias, el soberano macedonio cometió la temeridad de bañarse en un río casi congelado. Pronto, sería presa de terribles fiebres.
7. La Reina de Epiro
Cumbres nevadas y difíciles puertos de montaña. La región de Epiro tenía su corazón en el macizo del Pindo, rodeado de cordilleras. Un auténtico reto de conquistar y una frontera que siempre inquietó a la dinastía real de Macedonia. Sorprende poco que Filipo buscase la mano de la princesa Políxena, cuyo linaje se decía emparentado con el del mismísimo Aquiles, para afianzar una alianza. Aquella muchacha de exuberante belleza según las crónicas cambió su nombre al de Myrtale en honor a los cultos a Dioniso. Se decía que marido y mujer se habían conocido en los misteriosos rituales que se celebraban en la isla de Samotracia.
Pese a ello, la identidad con la que ha pasado a los libros de Historia es Olimpia. Se bautizó a sí misma de esa manera para rendir tributo a los éxitos de su esposo en los Juegos Olímpicos. Si bien había una proliferación de otras reinas y amantes de su polígamo cónyuge, la aristócrata de Epiro pronto supo poner a su hijo Alejandro como el más firme candidato a la sucesión. Dio también a luz a una hija llamada Cleopatra que casaría con el monarca epirota Alejandro, hermano de la propia Olimpia. Uno lazos estrechos que no ocultaban la ambivalente relación entre ambos reinos.
Los testimonios que nos han llegado de la madre de Alejandro durante la campaña persa de su hijo insisten mucho en su mala relación con el regente macedonio Antípatro, innumerables veces administrador y velador del amenazado reino durante las ausencias de sus monarcas. Alejandro había reforzado a Antípatro en dicha confianza, pese a las críticas que Olimpia vertía de su gestión en su constante intercambio epistolar.
Frente a la amenaza que se intuía inminente de Memnón y sus aliados, ambos parecieron enterrar sus diferencias. Pretextando una feliz cacería, como rememoraría Casandro, el hijo más ambicioso del regente, Antípatro consiguió propiciar un falso accidente que le permitió llevar a su casa a un noble herido de quien sospechaban sobre su lealtad. En el privado interrogatorio obtuvieron información muy valiosa sobre los contactos que los desertores macedonios en Persia seguían teniendo en la mismísima corte de Pella.
Por su lado, Olimpia tampoco perdió el tiempo. Desde su centro de poder en Molosia consolidaba su poder y usaba su liderazgo en los ritos mistéricos para garantizarse el apoyo de sacerdotes tan relevantes como los del templo de Dodona. La ausencia del rey epirota permitía que ella gozase de una gran autonomía. Y es que Alejandro de Epiro había aceptado la petición de ayuda efectuada por la ciudad de Tarento para recibir su apoyo frente a las agresiones de los pueblos itálicos. Esa operación estaba respaldada por secundar a las colonias griegas en un frente estratégico tan importante.
Como soberana de hecho en su tierra de origen, Olimpia iría armando un ejército ante eventuales crisis. Tampoco la perjudicaba estar alejada de Pella, donde había efectuado una minuciosa aniquilación de los antiguos partidarios de Átalo, el príncipe Amintas y cualquier candidato al trono que pudiera estorbar a su hijo en la sucesión de Filipo. Eso sí, en el minucioso escrutinio no había podido incluir la cabeza de Cinane. Fruto de la unión de Filipo con la princesa iliria Audata, era una dama tan formidable como la propia Olimpia. Estaba entrenada como guerrera y únicamente aguardaba la oportunidad para escapar del papel tangencial que le dejó su hermanastro.
8. La fuente de Babilonia
El complejísimo tablero que hemos descrito apenas era el punto de arranque de una de las contiendas más fascinantes que nunca hayan acontecido entre Grecia y Persia. Estaríamos perdidos sin algunos testimonios imprescindibles. Los discípulos de Aristóteles lucharon por preservar las crónicas de Calístenes, pariente del filósofo, para la posteridad. Escritor devoto del helenismo, contrapuesto a la maldad persa, su trabajo está orientado al mayor lucimiento de la figura de Alejandro III, incluso con elementos sobrenaturales, si bien sus diarios permiten reconstruir la cronología de hechos fundamentales. Particularmente básicas son las pinceladas de los días de grave enfermedad del soberano tras su nefasto baño, donde las conjuras empezaron a proliferar.
Sea como fuere, Ptolomeo Lagos sigue fascinando a cada generación de historiadores sobre el resto de registros macedonios. Su relato, preparado minuciosamente, refleja a un observador hábil que dejó unos retratos nítidos de algunas de las fascinantes personalidades de la poderosa expedición panhelénica. Con todo, su habilidosa mano estaba orientada a conseguir reforzar su condición como bastardo del mismísimo Filipo II, algo que lo conectaba directamente con la Casa Argéada, su gran anhelo dinástico. Su valoración de Alejandro, a quien no duda en calificar como Magno, es mucho más compleja que la de Calístenes. Brinda a un líder carismático y brillante, si bien censura algunas de las decisiones que tomó y llevaron a la célebre Paz de los Reyes. De igual forma, es un contrapunto a los datos atenienses sobre el célebre asedio de Halicarnaso. Enriqueciendo las Efemérides recopiladas por Éumenes de Cardia y Diódoto de Eritras, Ptolomeo admite las muchas dificultades de esa operación, resaltando, naturalmente, su papel en la crucial intervención que protegió al mismísimo Alejandro en la hora más crítica.
En lo referente a la situación en Grecia, la recopilación de los discursos de Demóstenes es imprescindible. Con todo, es complicado hallar una fuente más tendenciosa, por no hablar de la habilidad de su facción ateniense a la hora de modificar fechas y eventos para mostrar a su líder bajo el mejor prisma posible. Los textos fueron revisados, embellecidos y cambiados en su cronología para mostrar la versión más luminosa de su causa. La influencia de este corpus en aquella Atenas es tan evidente como cuestionable, si bien su capacidad para propiciar alianzas que se antojaban imposibles (Tebas, Esparta, etc.) mantiene su estatus como ejemplo de cálculo político. Actualmente, se ha querido ir más lejos de la personalidad del maestro orador, indagándose en el interesante círculo de negociantes en la región del Ática que lo respaldaron y financiaron en sus esfuerzos.
Acerca del enigmático Memnón, hemos de ser cautelosos con los elogios que las fuentes griegas nos brindan, especialmente por la tendencia helena de mostrar a Darío y a sus sátrapas como tercos ante sus sagaces extranjeros. En realidad, el Gran Rey respaldaba en todo momento a su comandante y delega en él para representarle ante los embajadores de las Cícladas. Algunas interpretaciones históricas incluso juegan a elucubrar con que una posible muerte de Memnón en Mitilene habría sido el inicio del fin en las operaciones del Egeo, algo a todas luces exagerado. Por fortuna, la Paz de los Reyes terminaría alumbrando, indirectamente, a la herramienta preferida para las personas amantes de este fascinante periodo: Vida de Alejandro, redactada por el fascinante Patroclo de Babilonia.
A ese hallazgo historiográfico que tantas claves nos arroja del colosal conflicto y sus dos principales estrategas dedicaremos nuestra segunda parte.
[1] En nuestro multiverso histórico, año 333 a.C.
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