RELATO



Nagoro


A mis ochenta y tres años estaba segura de que esta historia se iría conmigo a la tumba. Sin embargo, he sentido la necesidad de arrancarla de mi alma antes de morir, no sé si para exorcizar mis demonios o como advertencia. Siempre he temido relatar estos sucesos y caer en la desgracia de invocar aquello que aun pesa sobre mí. No tenéis que creerme si no os veis con la capacidad, pero no tengo la menor intención de contar esto como entretenimiento, ni para vosotros ni para mí. Muchas cosas escapan a nuestras creencias. Esa es la realidad. No cometáis el error de afirmar solo lo que vuestros ojos ven.


No tuve la oportunidad de aprender a leer ni a escribir, por ese motivo es mi nieta la que anota mis temblorosas palabras, mientras yo, Naoko, sentada sobre mis rodillas en el viejo tatami y con el aroma de una taza de té, cierro los ojos y me dejo embaucar por mis recuerdos.


Nací en un pequeño pueblo rural llamado Nagoro, en Japón, allá por 1932. Cuando yo llegué al mundo apenas éramos doscientos habitantes y vivíamos de lo que la tierra de nuestros antepasados nos ofrecía. Mi familia siempre se dedicó al campo. Nuestros terrenos habían pasado de generación en generación hasta llegar a mi padre y más adelante, tanto mis hermanos como yo, tendríamos la tarea de hacerlas prosperar.


En Nagoro contábamos tan solo con una tienda y algunos comerciantes de otros pueblos venían mensualmente a vendernos sus productos. En realidad, por aquel entonces no necesitábamos más, pues casi nos abastecíamos de nuestras propias tierras. Nuestra pequeña escuela se llamaba Tsukimi, un edificio blanco construido con listones de madera y un hermoso tejado a dos aguas de pizarra gris. A ambos extremos se situaban dos torres hexagonales cuyo techado acababa en punta y nos recordaban a un pequeño castillo. La fachada de la planta baja estaba recubierta por grandes puertas correderas que en algún momento debieron ser de un blanco resplandeciente. Mi madre nunca nos dejó ir. Nos crió para trabajar en el campo y allí no hacía falta nada más que nuestras manos. Un camino de tierra separaba las casitas rurales que habitaban los vecinos. Eran construcciones de madera en su gran mayoría. La techumbre también fue diseñada a dos aguas, ya que en los meses de invierno sufríamos grandes nevadas. Para que no se filtrase el agua se cubrían con montones de paja que se cambiaban después de cada temporada. La mayoría constaba de dos plantas, siendo la superior usada en muchas ocasiones como lugar de almacenaje de alimentos y enseres para la familia. De niña me imaginaba las casas como pequeños monstruos de muchos ojos que nos observaban incansablemente, ya que las fachadas tenían muchas ventanas distribuidas de más a menos según iban coronando. Los hogares que se encontraban más en los extremos poseían su propio yasaihata en la parte trasera, o en algunos casos, en uno de los laterales. Las casas más céntricas tenían el suyo a las afueras de Nagoro. En estos huertos plantábamos multitud de verduras y hortalizas que se cuidaban diariamente, desde que el sol nos cubría con sus primeros rayos hasta que se fundía en el horizonte. Dos edificios a la derecha de mi hogar se levantaba el silo del pueblo. Era de pequeñas dimensiones y para acceder a la planta de arriba debía hacerse desde unas escaleras de madera que se apoyaban verticalmente sobre la fachada principal. Se hizo así para optimizar en el interior el máximo de espacio posible. A veces los niños jugábamos en este lugar como si de un fuerte se tratase, pero siempre nos reprendían los mayores. Un pequeño río con abundante agua nos separaba de las inmensas montañas. Lo llamábamos Sakurafubuki, que significa “lluvia de pétalos de la flor de cerezo”, porque cuando atardecía en Nagoro el cielo era por un instante rosado y al reflejarse en el agua del río este parecía estar cubierto por los pétalos del cerezo. Desde cualquier parte del pueblo podías ver las majestuosas montañas sobre nosotros. Estas nos mantenían bastante aislados, hecho que para los habitantes de Nagoro resultaba más una ventaja que un inconveniente. Estoy segura de que no me equivoco al afirmar que el pueblo más cercano se encontraba a tres días andando de nosotros. Mi abuela siempre me contaba grandes historias de la naturaleza que nos rodeaba y para las montañas hacía referencia a Kiyohime “princesa de la pureza”. Así las llamábamos. Este era el nombre de una bella dama que servía en la casa del té de Tokio. Un día se enamoró de un joven sacerdote budista que frecuentaba aquel lugar. Tras muchos intentos por obtener su amor, él acabó rechazándola y ella dolida pensó que solo sentiría calma vengándose. Así que se dispuso a estudiar magia y cuando hubo conseguido el nivel suficiente se transformó en un gigantesco dragón y acabó con la vida del que una vez amó. Pero el sentimiento de venganza se volvió contra ella y aun transformada en dragón fue petrificada como castigo convirtiéndose en las montañas que rodean Nagoro. Los más mayores del pueblo afirmaban que cuando había mucho viento, este nos traía volando de las laderas de las montañas los lamentos de lo que quedaba de la dama encerrada en el interior del monstruo convertido en piedra. Es curioso que aún recuerde todas las historias que marcaron tanto mi infancia.


Yo era la menor de mis hermanos. Cuando tan solo tenía cinco años mi padre contrajo unas fiebres que se lo llevaron y mi madre Suté quedó desolada, a cargo de siete hijos pequeños. Vivía con nosotros mi abuela, quien aun dolida por la muerte de su primogénito, nos crió como si fuésemos sus propios hijos. Si no hubiese sido por ella, creo que mi madre hubiese muerto de pena. El destino quiso que se convirtiera para todos, y en especial para mí, en lo que su nombre significaba: Azumi, “espacio seguro”. Desde la muerte de mi padre, mi madre se volvió más estricta con nosotros, como si tuviera miedo de que a cada paso que diéramos pudiésemos morir también. En mi casa casi se podía oler la asfixia.


Pocos años después estalló la Segunda Guerra Mundial. La Gran Guerra. Muchos jóvenes fueron obligados a alistarse por el mismísimo Mikado, dejando absolutamente toda su vida atrás y con la certeza de que no volverían nunca. Al menos no con vida. Nagoro quedó casi vacía. Se respiraba un ambiente fúnebre. El silencio de la noche inundó también las calles de nuestro pueblo de día. Ya no se escuchaban risas, carros, niños jugando en las calles, vecinos hablando en cada esquina. Hasta el olor era diferente. Nagoro siempre olía a lluvia, hojas frescas, raíces, a tierra, a pureza y comida. Pero por aquel entonces todo parecía oler a muerte. Un aire fantasmal se apoderó del pueblo y de todos nosotros. Pero no solo sufrimos el terror de la sangre. Fuimos maldecidos por un zorro que nos trajo más desgracias. La peor sequía que hayamos padecido hizo sufrir tanto a nuestras tierras que estas ya no nos alimentaban. Además, nuestro querido riachuelo Sakurafubuki se secó por completo y Kiyohime, nuestro dragón de piedra, fue despojado de su majestuoso manto verde. Todo esto provocó una gran hambruna que llenó nuestras casas. Debido a la guerra ya no era seguro comerciar con otros lugares. Durante un tiempo pudimos subsistir autoabasteciéndonos. Pero no era suficiente.


Las mujeres jóvenes empezaron a pasar largas temporadas en otros lugares con el propósito de ayudar a sus familias. Y digo solo mujeres porque los hombres que partieron a la guerra nunca volvieron. Muchas de sus familias, que los habían esperado pacientemente día tras día dejaron de hacerlo. Ayari, mi hermano mayor, llevaba años fuera de casa combatiendo. Mi madre todos los días se sentaba durante horas en el extremo del sendero por el que aparecía todo el que llegaba a Nagoro. Y allí lloraba. Ella nunca lo dijo, pero cuando regresaba con nosotros tenía los ojos húmedos y la mirada más triste y desesperaba que jamás hubiera visto. Todos sentíamos en el fondo de nuestras almas que mi hermano había muerto, pero nadie era capaz de pronunciarlo. Ahora recordando esto puedo sentir el mismo nudo en el estómago que el día en el que mi familia y otras vecinas recibieron aquellas cartas.


<<Señora Ayano y familia:

Lamentamos comunicarles que su hijo Ayari ha fallecido en combate. Lejos de ser un acontecimiento doloroso debe ser un gran orgullo, ya que murió como un héroe. El batallón del que formaba parte estaba destinado a luchar en la batalla de Okinawa. La ofensiva avanzó más rápido de lo que se esperaba y quedaron asediados por los gaijin en unas cuevas al pie de una ladera en las Islas Ryukyu. Aguantaron con gran resistencia durante varios días, pero finalmente, tanto él como sus quince compañeros supervivientes, decidieron realizarse el sepuku y morir así con el gran honor que caracteriza a nuestros hombres. Quede su alma tranquila, ya que no murió en manos del enemigo.

Atentamente, el coronel Tomoyuki Hideki.>>


Mi madre comenzó a llorar mucho antes de abrir la carta. El momento que tanto temíamos había llegado. Uno de mis hermanos la leyó en voz alta con la endereza que nadie más hubiese tenido. Llorábamos tanto que apenas oíamos las palabras escritas, pero ya sabíamos lo que contenían. Y es aquí donde debo reconocer, ya que en aquel entonces era imposible, que sentí cierto alivio en lo sucedido. Es mejor una verdad dolorosa que una incertidumbre alargada tantos años.


Con el peso de los muertos a nuestros pies, los jóvenes que en su momento no tenían edad para luchar pero ya habían crecido, siguieron trasladándose. Y mis hermanos no fueron menos. Todos se marchaban los meses más calurosos y volvían a casa en noviembre. Pero esa situación se alargó demasiado en el tiempo y los meses se convirtieron en años. Finalmente para no volver. Al principio nos visitaban una vez al año, hasta que dejaron de hacerlo. Los más viejos se negaban a abandonar sus hogares,

viendo como, para sus ojos, aquellos desagradecidos huían de la tierra que les dio la vida. Y otros aun tenían la esperanza de ver a sus hijos llegar de la guerra, ya fuera vivos o muertos. No querían que cuando sus almas regresaran durante el Obon, encontraran sus casas vacías. Además, muchos ancianos fallecieron sin nadie que enterrara sus cuerpos. Nagoro se vio muy reducido en 1946.


El mismo año de mi primer sangrado, cuando tenía unos trece años, tal vez catorce, mi abuela Azumi falleció. La encontramos una mañana tumbada en su futón con la mueca de la muerte reflejada en su cara. La noche anterior me pidió que no abandonara a Suté mientras apretaba fuertemente mis manos sobre su pecho. En ese momento no lo entendí, pero se estaba despidiendo de mí. Ella ya sabía que su hora había llegado. A veces el grito desgarrador que envolvió la casa cuando mi madre la halló en ese estado vuelve a mí, tantos años después, para estremecerme. Cuando esto sucedió, en Nagoro ya solo habitaban treinta personas. Y es aquí donde temo revelar mis palabras. Pido paciencia al lector, pues mi voz se quiebra cada vez que vuelvo sobre mis pasos.


Me cuesta vislumbrar en qué momento mi madre empezó a perder la cabeza, no quería verlo en aquel entonces y ahora ya soy demasiado vieja para recordar con detalle todo lo que sucedió. Sin duda no puedo obviar el día en que mi hermano Din, el último que quedaba en casa además de mí, se marchó de Nagoro. Estaban en la cocina y mi madre comenzó a golpear su pecho violentamente mientras balbuceaba entre sollozos «No me abandones tú también. ¿Por qué todos me dejáis sola? ¿Acaso me odiáis y por ese motivo huís de mí? Mira mis lágrimas, ¡míralas! Son por tu culpa. Disfrutáis haciéndome sufrir. ¿No he sido una buena madre para vosotros? No pararéis hasta verme morir de angustia». Yo observaba perpleja aquella escena desde un rincón en un intento de volverme invisible. Jamás la había visto comportarse de ese modo. Esas palabras aún me aterrorizan. Pasó la siguiente semana encerrada en el dormitorio. No quería hablar con nadie. Tampoco comía. Pero una mañana me levanté y la encontré cocinando de muy buen humor. Cuando pienso en ese momento casi puedo volver a percibir aquel olor especial a comida. Me alegré mucho al verla así, pues ya pensaba que la había perdido.


—Ah, Naoko, ya estás despierta. Ven, siéntate aquí, junto a tu hermano.


Pensé que por cualquier razón Din finalmente decidió volver y atravesé corriendo la cocina para abrazarlo. Pero lo que vi allí sentado no era mi hermano. En su lugar había un muñeco atroz vestido con el yukata azul marino que llevaba cuando se marchó. Por las mangas asomaba un montón de paja que se dejaba caer sobre la mesa. Como ojos le había colocado dos piedras de jade negro que tuvo que haber cogido del altar familiar. Me recordó a los espantapájaros que poníamos en el huerto de casa. Me quedé observándolo sin saber muy bien qué era aquello.


—Mamá…— No supe cómo seguir la conversación.


—Ya no lo echaremos de menos, cariño. Está de vuelta con nosotras.


Ese día no hice más caso al muñeco, pero al llegar la noche él -o mejor dicho eso- seguía en la mesa. Me senté a su lado y me quedé observándolo. En realidad, ¿qué mal podría hacernos? Mas había algo en aquello que me inquietaba. Ese montón de paja parecía que iba a gritar. Los días posteriores no pude ni mirarlo.


Desde ese momento, mi madre fue cambiando a medida que lo hacía el pueblo. ¿O viceversa? Ella pasaba horas encerrada en el pajar haciendo esos muñecos que sustituirían a todos aquellos que habían fallecido o que decidieron, por un motivo u otro, irse de Nagoro. En cuestión de unos meses las calles se llenaron de espantajos. En la escuela existía una clase llena de ellos como si fueran los niños que ya no quedaban. Los había colocado uno a uno en pupitres ataviados con el uniforme azul marino que hacía tantos años vestían las clases. Los bancos de la plaza los llenaban muñecos que imitaban a los mayores que en otro tiempo se reunían todas las mañanas. Los abuelos fallecidos fueron reemplazados por similares muñecos en sus huertos ya abandonados. En la puerta de la tienda, sentadas en un banquito de madera, varias muñecas imitando a vecinas estaban colocadas con gracia. Cuando una casa se quedaba sin habitantes, colocaba a sus similares en la puerta. En general, repartidos por todo Nagoro. A los vecinos parecía entusiasmarles aquella locura, así que, como aportaba alegría de nuevo a las calles, me acabé acostumbrando.


Si paseabas por Nagoro podías ver los espantapájaros que representaban al Señor Akemi en lo que fue su huerto; a la Señora Hoshi sentada en la puerta de la tienda; a Kaoiri en su casa; Ozuru en el parque; Ryu recogiendo agua del río; Midori dando clase en la escuela. Y una docena más. Muchos de los vecinos abandonaron el pueblo de forma muy repentina, aunque ya llevaban tiempo hablando de irse. Unas veces me parecía ocurrente, otras irónico y la mayoría espeluznante. Cada muñeco llevaba la ropa de aquel al que representaba. Si bien es cierto que era imposible que sus rostros fueran iguales, había algo en ellos que resultaba muy familiar, sobre todo cuando has crecido viendo esas caras día tras día. Mi madre los revisaba cada cierto tiempo y añadía más paja si la necesitaban o les cambiaba la indumentaria. Yo intentaba no mirarlos directamente, ya que cuando me acercaba podía sentir un escalofrío, como si algún tipo de energía saliera de ellos para ocultarse dentro de mí.


Por congraciarme con ella intenté ayudarla en aquel oficio. Un día, mientras ella estaba en el pajar, intenté entrar. Pero la puerta estaba cerrada por dentro. Llamé varias veces, al principio tímidamente y después casi con golpes de desesperación. Como respuesta salió encendida de ira; agarró muy fuerte mi brazo mientras me gritaba que aquel no era mi lugar. Recuerdo quedarme paralizada. Después de varios segundos sin reaccionar corrí y me escondí en el bosque. Sus palabras me inquietaron y no podía dejar de preguntarme el porqué de esa prohibición.


Esperé paciente el día en que mi madre se ausentara de casa el tiempo suficiente. Entonces no pude evitar utilizar una herramienta para romper el cerrojo del pajar. Ya daría explicaciones luego. Lo primero que percibí al abrir la puerta fue un fuerte olor parecido al del metal. Por muchas herramientas de hierro que tuviésemos allí jamás había olido de aquella manera. Enseguida distinguí la zona donde ella creaba esos muñecos: un pequeño banquito de madera en el centro de la habitación, un montón de paja, ropa desgarrada, palos y algunos muñecos sin acabar a su lado. Di una vuelta por el pajar con la vista y en una esquina, con muchos trastos amontonados, reparé en una maleta que me era familiar. Me acerqué y quedé desconcertada. Eran los bultos que mi hermano Din llevaba el día que se trasladaba a la ciudad. ¿Qué hacían allí? Miré dentro para descubrir que estaba toda su ropa y los enseres que quería llevarse. Me quedé unos minutos analizándola e intentando encontrar una explicación. Aunque no pude.


Al otro lado de la estancia me percaté de un gran montón de paja del que emanaba un olor nauseabundo. Lo removí con el pie. No sabía qué podía encontrar allí. Quedé paralizada, como también quedaríais vosotros. Entre aquella paja, en una clara intención de permanecer oculto, se hallaba el cuerpo sin vida de mi hermano Din. Del impacto caí hacia atrás y sin querer moví más paja. Algo asomaba. Cogí una herramienta y escarbé. Me quedé sin aliento. Allí estaban los cadáveres de Nahori, Ozuru, Nomi, Hoshi, Ryu, Taki, Akemi, Yasuo y de los vecinos que ahora eran muñecos de paja. Todos tenían signos de haber sido golpeados y yacían sin ropa.


—Naoko— susurró mi madre detrás de mí. Había vuelto y no me había percatado. Ambas estábamos llorando.


Se acercó al montón de paja en silencio y empezó a cubrir de nuevo todos los cuerpos. Todos menos el de mi hermano.


—Din siempre ha sido el más guapo de tus hermanos, ¿verdad?— Fue entonces cuando me miró por primera vez a los ojos— Él quería dejarnos como hicieron los demás. Todos nos abandonan, Naoko. Él, tu padre, tus hermanos, tu abuela, nuestros amigos del pueblo...No. Ellos deben quedarse aquí con nosotras. Para siempre. Este es su lugar.


Aunque quisiera no podía salir corriendo. Temía que al girarme mi madre me golpeara.


—No debes estar triste, cariño. Volvemos a ser una familia. Todos ellos están contentos de quedarse con nosotras en el pueblo. Les he ayudado. No lo sabían, pero están mejor aquí. Les he liberado de un cuerpo putrefacto y les he otorgado una vida eterna. He encerrado sus almas dentro de cada muñeco. Escucha— me hizo mirar los muñecos que aún estaban sin terminar— ¿Puedes escucharlos hablar? Me están dando las gracias.


No se por qué hice un esfuerzo por escucharlos. Yo sabía que aquello era una completa locura. Y en aquel silencio, de pronto sentí un fuerte golpe en la cabeza. Mientras caía al suelo pude ver una sonrisa en el rostro de mi madre.


Lo siguiente que recuerdo es estar sola en el suelo del pajar cubierta de sangre. Además de un fuerte dolor en la cabeza, sentí algo extraño en mi brazo. Miré hacia un lado y pude ver como este ya no estaba. En su lugar había un miembro de paja. Aturdida busqué en la habitación. Mi madre ya no estaba, así que conseguí ponerme de pie y salir corriendo. No volví a mirar atrás mientras atravesaba veloz las calles de Nagoro. Allá quedaron todos los muñecos de paja que parecían gritarme que los llevara conmigo.


No he vuelto a saber nada más de mi madre ni de aquel lugar maldito. Si os estáis preguntando qué fue de mi brazo, este sigue siendo de paja. Desconozco si fue cosa de brujería o magia negra taoísta, pero jamás conseguí desprenderme de él. Forma parte de mi ser y así ha sido siempre.


Nagoro. No olviden este nombre, a mi madre le hubiese gustado que siempre lo recordaran. Nagoro.







Cristina Molina Crespo.