Foto: Andrés Alvarado. Fuente: Flick


La danza de las princesas: las doncellas y sus ritos en la mitología griega.




Juan Carlos Loaysa


Licenciado en Historia (Universidad de Córdoba). Máster de Profesorado (UNIR).






Palabras clave: cariátides, doncellas, ritos, danzas, mitología.


Presentación del autor

 

Desde siempre me han apasionado dos cosas: la Historia y las historias. Durante la carrera, soy Licenciado en Historia, pude profundizar en la mitología griega y en mi pasión por escribir, lo que quedó plasmado en la novela «Las crónicas de Oniria». Esa doble afiliación, a Clío, musa de la Historia, y a Calíope, musa de la Épica, ha sido muy beneficiosa a la hora de narrar los acontecimientos históricos y a dar una base más creíble a mis relatos de ficción. Actualmente tengo una nueva novela en busca de editorial y publico semanalmente entradas culturales: mitología, reseñas, relatos, etc., en mi cuenta de Instagram.


Resumen:

En este artículo nos aproximaremos a las cariátides, las estatuas del templo de Erecteo, en Atenas, a través de la mitología. Para ello, seguiremos los pasos de cinco princesas de la mitología griega tratando de conocer qué personajes eran los que representaban las esculturas del pórtico de las cariátides. Nos acercaremos a los bailes taurinos de Creta, a las danzas florales espartanas y a las fiestas atenienses siguiendo las historias de estas princesas. Gracias a las fuentes escritas, pero sin perder de vista las arqueológicas, veremos las danzas rituales femeninas, enmarcadas en los rituales de paso de la adolescencia a la vida adulta.


Ariadna, Helena, Ifigenia, los nombres de estas tres princesas resuenan a través de la mitología y han dejado una profunda huella. Caria y Pándroso parecen, a primera vista, menos conocidas. Todas ellas estuvieron ligadas a estos rituales femeninos de bailes y danzas. La princesa cretense danzaba en el Laberinto, mientras que las espartanas, Helena, Ifigenia y Caria, bailaban para Artemisa. Entretanto, Pándroso guardaba el secreto de Atenea en el templo donde se levantará el pórtico de las cariátides.


Introducción

 

Al hilo del nombre de la revista, Cariátide, pensamos que sería interesante acercarse al origen de estas doncellas de Carias y su historia. De hecho, podemos empezar por definir la palabra. Según la RAE, una cariátide es «una estatua de mujer con traje talar, que hace función de columna». A lo que podemos añadir que representa a una doncella que porta en la cabeza un cesto adornado con flores y mirtos.


La razón de ser de las cariátides hunde sus raíces en los rituales femeninos de paso de la adolescencia a la edad adulta y en las danzas asociados a ellos en la sociedad helénica. Esos rituales tenían una fuerte connotación mitológica y mágica que las doncellas procuraban seguir. Por ello, en este artículo intentaremos buscar el equilibrio, y una cierta síntesis, entre la tradición mitológico-religiosa y los testimonios escritos, arqueológicos y artísticos que se han conservado. Trataremos de ver dichos rituales a través de las historias de las princesas Ariadna, en Creta, Caria y Helena, en Esparta, y Pándroso e Ifigenia, en Atenas. Dichas historias han sido conservadas en diversos textos clásicos que iremos presentando a medida que vayamos conociendo a las princesas.


Nuestro viaje comenzará en Creta, donde contemplaremos las danzas con los toros de las bailarinas del Laberinto, cómo evolucionaron y qué significaban. A continuación, iremos a Laconia, dónde, tras conocer la historia de la princesa Caria, asistiremos, junto a la joven Helena de Esparta, a los bailes de las doncellas en el santuario de Artemisa Cariatis y los terribles acontecimientos que allí tuvieron lugar. Por último, nos refugiaremos en el templo de Erecteo, donde se encuentra el pórtico de las cariátides, a contemplar la misión de la princesa Pándroso y sus hermanas como portadoras del secreto de Atenea y nos iremos de excursión a Braurón a ver la danza de la princesa Ifigenia con las osas de Artemisa.

 

Las bailarinas del Laberinto

 

El muy ilustre cojitranco bordó también una pista de baile semejante a aquella que una vez en la vasta Creta el arte de Dédalo fabricó para Ariadna, la de bellos bucles. Allí zagales y doncellas, que ganan bueyes gracias a la dote, bailaban con las manos cogidas entre sí por las muñecas (Homero, Ilíada, XVIII, 590-594).


En estos versos de la Ilíada, Homero nos habla de la princesa Ariadna, cuyo nombre puede significar «la muy pura» o «la luz del padre» (Díez del Corral Correidora, 2007, p. 15-16) lo que cabría interpretar como «la doncella de la luz». Acompañando a la princesa cretense en su historia podremos ver la presencia de las doncellas bailarinas en los rituales taurinos de los que habla el aedo jonio. De hecho, la descripción de la Ilíada de las danzas acrobáticas de la taurocatapsia, los bailes taurinos cretenses, es muy detallada. Nos dice como vestían las doncellas, con sayas y guirnaldas, y como vestían los zagales, con túnicas y dagas (Homero, Ilíada, XVIII, 595-598). Además, señala que bailaban y que dos acróbatas hacían volteretas en medio (Homero, Ilíada, XVIII, 599-606). Si bien es cierto que no hay una mención explícita a los toros, sí que la hay a los bueyes, que el poema interpreta como la dote matrimonial de las doncellas.


En el mito del minotauro, Minos, rey de Creta, desobedece al dios Poseidón y se niega a sacrificar a un toro sagrado. Como castigo a este pecado de soberbia, la hybris, Poseidón hará que la reina Pasífae se enamore del toro y engendre al Minotauro. Sin saber qué hacer, el rey consulta a Dédalo, ingeniero ateniense, quien le propone la construcción del Laberinto.


El poder de Minos llegaba hasta Atenas, donde gobernaba el rey Egeo. Cada año el rey cretense exigía un tributo de muchachos y doncellas para alimentar a la bestia. Para desesperación del rey de Atenas, su hijo, Teseo, fue elegido para viajar a Creta. Cuando Ariadna, como princesa de Creta, fue a recibir a los tributos de ese año cayó prendada del príncipe ateniense y decidió ayudarlo. Gracias al conocimiento que Ariadna tenía del Laberinto, y al hilo que le había dado a Teseo, este pudo derrotar al minotauro y salir de la prisión victorioso. Ariadna y Teseo partieron de Creta rumbo a Atenas, sin embargo, al hacer escala en la isla de Naxos, las naves atenienses partieron dejando a la princesa abandonada. Allí la encontraría el dios Dionisio, se enamoraría de ella y Zeus la haría inmortal (Hesíodo, Teogonía, 947-949).


La Historia y los yacimientos arqueológicos nos cuentan que el mito de Teseo y el minotauro es un reflejo del predominio de Creta, la talasocracia minoica, sobre la Hélade continental durante la época Neopalacial (poco después del 1700 a.C.). En este sentido, la presencia de pinturas y frescos cretenses representando las danzas acrobáticas taurinas en diferentes templos palacios del Ática o del Peloponeso llevan a pensar en la extensión de dicho ritual al continente (Serrano Espinosa, 2002, pp. 222-225).


En el Laberinto del minotauro, identificado en ocasiones con la pista de baile de Ariadna que nos describe Homero, se han querido ver las grandes plazas que encontramos en Cnosos y otros lugares asociados a la cultura minoica. Además, aunque no es sencillo diferenciar entre figuras femeninas y masculinas en la iconografía cretense de este periodo, y no hay unanimidad en cuanto a ello, pueden intuirse a las doncellas, las figuras blancas, y a los zagales, las rojas, de los que habla Homero (Serrano Espinosa, 2002, p. 215). Así pues, en la historia que nos narran los yacimientos arqueológicos del templo palacio de Cnossos podemos encontrar esta relación entre las doncellas, los bailes y el toro.


Como nos hace entrever el mito, a la larga, estos rituales irán cambiando. La danza en la que las doncellas saltaban y bailaban con los toros en la pista de baile de Ariadna se transformará en un ritual dionisíaco en el que la princesa, ahora diosa, tendrá un papel central como paso de la juventud al matrimonio.

 

El rapto de las doncellas de Carias

 

Carias es el lugar consagrado a Artemisa y a las Ninfas, y al aire libre se levanta una imagen de Artemisa Cariátide. Allí, las muchachas de los lacedemonios forman cada año coros, y tienen una danza local tradicional (Pausanias, Descripción de Grecia, III, 7, 61-63).


Artemisa es la doncella cazadora, la señora de las bestias, la que vive en los límites y las fronteras de la ciudad. La hija de la titánide Leto estuvo asociada con la luna, en su faceta de Selene, y con los rituales femeninos de paso a la edad adulta. En el Peloponeso, en especial en Lacedemonia, la región donde está Esparta, esta diosa tuvo una importante presencia gracias a sus santuarios fronterizos.


Uno de ellos se encontraba en Carias, cerca de un bosquecillo de nogales, situado cerca de la frontera entre Laconia y Arcadia. El santuario recibe su nombre de la princesa Caria, quien, para huir de Dioniso, fue transformada en nogal por Artemisa. La tradición dictaba que, desde Esparta, las doncellas salieran en peregrinación a estos santuarios limítrofes. Allí llevaban a cabo ofrendas a la diosa y realizaban danzas con cestos de plantas en la cabeza (Suárez Meneses, 2012). Por desgracia, sabemos muy poco del santuario de Carias (Rodríguez Alcocer, 2015, p. 128), la mayor parte de la información procede de otros centro de culto cercanos, como el santuario de Artemisa Orthia o el de Artemisa Limnatis, de cuyos mitos parece haber bebido.


Nosotros nos centraremos en el que tiene como protagonista a la princesa Helena de Esparta, mencionado por Higino en sus Fábulas y narrado por Plutarco en su Vida de Teseo. Según este mito, la princesa, aún joven doncella «que todavía no estaba en sazón de casarse», emprendió una peregrinación al santuario de Artemisa y, mientras «que ejecutaba una danza en el templo de Artemisa Orthia», fue raptada por el rey de Atenas, Teseo, quien ya tenía cincuenta años. Este rapto provocará que los hermanos de Helena, los gemelos Cástor y Pólux, inicien una violenta persecución que terminará con ella de vuelta a Esparta y con nefastas consecuencias para el rey de Atenas (Plutarco, Vida de Teseo, 31). Allí, con el tiempo, la princesa se casará con Menelao de Micenas, sucederá a su padre como reina de Esparta, será seducida por Paris de Troya y se encontrará en el ojo del huracán de una terrible guerra que desencadenará el final del mundo micénico.


De esta manera, la princesa Helena, cuyo nombre significa «la doncella que porta la luz de Zeus» en un cierto paralelismo con el de Ariadna, será símbolo de las doncellas espartanas y mesenias que danzaban en honor a la diosa de la caza. Aunque Plutarco sitúa la acción en el santuario de Artemisa Orthia, la narración mítica nos parece válida para el situado en Carias. Allí tenían lugar los mismos rituales de danza en honor a la diosa doncella y, allí, se produjeron dos raptos que Pausanias y Vitruvio han dejado recogidos.


Los santuarios fronterizos de Artemisa, aquellos en los que Helena bailaba, fueron un objetivo militar en muchas ocasiones. De hecho, las guerras mesenias que enfrentaron a Esparta con los mesenios (fechadas en torno al último cuarto del siglo VII a.C.), tuvieron un especial impacto en ellos (Rodríguez Alcocer, 2015, p. 134). En el Santuario de Carias tuvo lugar un intento de rapto y violación de las doncellas espartanas que había allí reunidas, ya que el general mesenio «tendió una emboscada a las muchachas que estaban ejecutando danzas en honor de Artemisa en Carias» (Pausanias, Descripción de Grecia, IV, 16, 9-10). El destino de dichas doncellas, siguiendo a Pausanias, tuvo un final feliz ya que fueron devueltas intactas a su hogar tras el pago de un rescate. De esta manera, pudieron evitar el pillaje y las violaciones que habían tenido lugar en el de Artemisa Limnatis (Rodríguez Alcocer, 2015, p. 135).


El segundo rapto al que hacíamos referencia está narrado por Vitruvio en su obra De architectura, siendo el primero que denomina cariátides a las esculturas femeninas del Erecteion. Siguiendo a Merino Gómez (2015, p. 166) podemos decir que esta historia es considerada apócrifa y no encontramos testimonios similares en Heródoto, ni en ningún otro autor. A pesar de ello, nos parece importante traerla a colación.


Vitruvio nos cuenta que Carias se puso de parte de los persas en la segunda guerra médica (480-478 a.C.). Al concluir el conflicto, los atenienses atacaron la ciudad y se llevaron como esclavas a sus matronas. Ellas sirvieron de modelo a las esculturas que soportan el peso del templo como castigo a esa traición (Vitrubio, De arch., I, 1). En este relato hay muchos detalles que no se corresponden con la tradición ritual de Artemisa. En primer lugar, ya hemos dicho que no hay constancia de tal ataque a Carias y, en segundo lugar, las cariátides representan a doncellas y no a matronas. Además, la actitud que reflejan las esculturas es más bien pacífica, no de sufrimiento por sostener el peso de su esclavitud. Lo que esta historia tiene en común con el mito es esa idea del rapto de las espartanas por los atenienses, en claro paralelismo al mito de Teseo y Helena.


De hecho, las historias de las princesas Caria y Helena son el reflejo de otro de los ritos asociados a las doncellas espartanas: el rapto. Es un reflejo de la costumbre de esta poléis por la que el novio raptaba a su prometida, con acuerdo de la familia de ella, y la llevaba a su casa para iniciar la vida en común. Quizá, lo que no esperaban las espartanas fuera que sus santuarios se convirtieran en objetivos militares en las guerras de su ciudad y que, más allá del rito, fueran secuestradas y utilizadas como moneda de cambio, dándole un terrible significado al mito.

 

La danza de las osas atenienses

 

Hablar de Atenas es hablar de Atenea, la doncella guerrera y diosa de la sabiduría. Uno de sus epítetos más conocidos es el de Parthenos, que significa, precisamente, virgen, y bajo esta advocación estaba representada en el templo del Partenón. A pesar de ello, su relación con la guerra, Atenea Promacos, enmarcada en la esfera masculina, impidió que tuviera tratos con los rituales femeninos de paso de la adolescencia a la edad adulta. Estos estaban reservados, incluso en su territorio, a la diosa Artemisa. Dicho esto, también es verdad que Atenea no se desentendía de las doncellas del Ática. Más bien al contrario, ellas estaban muy presentes en los rituales de la diosa de su poléis como queda de manifiesto en la comedia de Aristófanes, Lisístrata:


Al cumplir siete años fui arréfora, después, a los diez, aletris, moliendo el grano para la diosa. Con vestido azafranado fui osa en las fiestas de Braurón y canéfora cuando era una hermosa doncella, llevando un collar de higos secos (641-647).


Como vemos, las doncellas atenienses recibían diversos nombres según la edad y la función que tuvieran en el servicio a las diosas. Las arréforas eran las más jóvenes, junto con las alétridas, y servían en el templo de Atenea Polias. Las árktoi, las osas, por su parte, eran adolescentes que salían en peregrinación al santuario de Artemisa, en Braurón, localidad del Ática. Por último, las canéforas volvían al servicio de Atenea con la sabiduría que habían adquirido durante su estancia con Artemisa.

El siguiente mito del que hablaremos, estrechamente ligado a las arréforas, es el que tiene como protagonista a la princesa Pándroso, hija de Cécrope, rey de Atenas:


Cuando (Atenea) huía (de Hefesto), del semen caído en el suelo nació Erictonio. Atenea lo crio a escondidas de los demás con deseo de hacerlo inmortal. Lo puso en una cista y se lo confió a Pándroso, la hija de Cécrope; prohibiéndole abrirla. Las hermanas de Pándroso por curiosidad la abrieron y vieron una serpiente enroscada en el niño (Apolodoro, Biblioteca, III, 14, 6).


El mito de Erictonio, o Erecteo, está lleno de pautas ya conocidas en los primeros reyes y salvadores de la civilización (Rodríguez Pérez, 2010, p. 135), en las que no nos dentendremos ahora. Nosotros nos centraremos, como ya hemos hecho en otras ocasiones, en el papel que juegan las princesas en él.


La historia se desarrolla en casa de Atenea, presumiblemente en el templo de Atenea Polias, situado en la Acrópolis. Tras el ataque de Hefestos la doncella guerrera adoptó al hijo de Gea, lo metió en una cista, es decir, en un gran canasto de mimbre, y lo confió al cuidado de la princesa Pándroso, la más joven de las tres hijas del rey de Atenas, bajo la promesa de que no mire dentro.


Más adelante, el halo de misterio que envuelve al canasto que encierra el secreto de Atenea, despertó la curiosidad de las dos hermanas de Pándroso. En un descuido de la hermana menor, las mayores abrieron la cesta descubriendo al bebé. Las princesas se horrorizaron al contemplar a un ser medio hombre medio serpiente: Erictonio. Al descubrir la traición, la ira de Atenea alcanzó tal magnitud que enloqueció a las dos hermanas, quienes se arrojaron de la Acrópolis. En cambio, a la hermana fiel se le levantó un templo en la Acrópolis, el Pandroseum.


En el mito, la acción se desarrolla en el templo de Atenea Polias, es decir, Atenea de la Ciudad. Esta era su principal advocación en Atenas y el centro de los rituales de las doncellas. El templo era de origen micénico y reformado por Pisístrato en el 565 a.C. Sin embargo, durante la segunda guerra médica (480-478 a.C.) quedó arrasado por los persas. Más adelante, posiblemente después del año 406 a.C., la imagen de Atenea Polias se refugiará definitivamente en el Erecteion.


Cerca de este último templo se levantaba la casa donde vivían las arréforas (De la Nuez Pérez, 2005, p. 117), literalmente las portadoras de los secretos. Estas doncellas eran dos niñas de siete años, de familia aristocrática, que servían en el templo durante un año. Parte de su misión era participar en la confección del peplo de Atenea, una gran tela bordada más semejante a una vela de barco que a un velo en sí (De la Nuez Pérez, 2008, p. 257-258). Su misión principal era cuidar los grandes cestos que escondían el secreto de la diosa, al igual que hacía la princesa Pándroso. Por supuesto, les estaba prohibido mirar dentro. Pausanias (Descripción de Grecia, I, 27, 3) describe un ritual en el que estas niñas, en la fiesta de las Arrefórias, transportaban dichos cestos sobre la cabeza hasta el recinto de Afrodita de los Jardines y volvían con ellos para entregárselos a sus sucesoras. Más adelante, pasaban a ser alétridas, moledoras de grano para los pasteles sacrificiales que ofrecían en las fiestas de las Panateneas. Este cargo ya estaba abierto a todas las niñas de Atenas.


Cuando llegaban a la adolescencia, las doncellas atenienses pasaban a depender de la diosa Artemisa, siguiendo el mito de Ifigenia en Áulide. Su historia ha sido narrada por numerosos autores, sobre todo en la tragedia. De hecho, Eurípides le dedica dos obras. Aquí hemos traído dos breves fragmentos recogidos por Pausanias:


Allí (en Áulide) hay un templo de Artemisa e imágenes de mármol blanco, una llevando antorchas y la otra en actitud de disparar un arco. Dicen que cuando los griegos se disponían, siguiendo la profecía de Calcante, a sacrificar sobre el altar a Ifigenia, la diosa puso como víctima un ciervo en lugar de aquélla (Descripción de Grecia, IX, 19, 6).


A alguna distancia de Maratón está Braurón, donde dicen que desembarcó Ifigenia, la hija de Agamenón, cuando huía de los tauros llevando consigo la imagen de Artemis, y, tras dejar allí la imagen, se fue a Atenas y después a Argos (Descripción de Grecia, I, 7, 33).


Ifigenia, la doncella de raza fuerte, es hija del rey de Micenas, Agamenón, y de su esposa, Clitemnestra de Esparta, hermana melliza de Helena. Su linaje entronca tanto con la dinastía argiva como con la minoica. Se remonta hasta Pélope, señor del Peloponeso, Minos, rey de Creta, y Perseo, de quien descienden los reyes de Argos y Tirinto. Aunque aquí no vamos a contar la historia de todos los personajes heroicos de su genealogía, eso daría para un artículo por sí mismo, esta breve enumeración da idea del acierto del significado de su nombre.


De todas las variantes de su historia que encontramos en la tradición mitológica, nosotros optaremos por la relacionada con el santuario de Artemisa en Braurón, en el Ática, cerca de Atenas. El mito nos cuenta que la princesa micénica, tras ser elegida para ser sacrificada a Artemisa, quien había sido ofendida por el rey Agamenón en Áulide, fue rescatada por la propia diosa. La princesa fue convertida en osa y enviada a la lejana Táuride, en el Quersoneso Táurico, la actual península de Crimea. Allí aprendió los ritos de Artemisa hasta que fue rescatada por su hermano Orestes. Entre ambos robaron la estatua de Artemisa y la llevaron a Braurón, donde Ifigenia estableció su culto. Después, la princesa micénica acompañó a su hermano a la guerra para recuperar los tronos de Micenas, Argos y Laconia.

Como decíamos, una vez alcanzada la adolescencia, las doncellas atenienses se ponían bajo la protección de Artemisa e iban en peregrinación al santuario de Braurón. Este estaba cerca de la ciudad, pero lejos de la influencia de Atenea. Allí, al igual que le pasaba a Ifigenia en el mito, las doncellas se convertían en árktoi, es decir, en osas. Para la mentalidad ateniense estas adolescentes, ni niñas, ni mujeres, que no tenían derechos hasta que contraían matrimonio, eran, por definición, salvajes (Vázquez de Agredos Pascual, 2012, p. 29). Las doncellas osas estaban lejos del orden y la racionalidad inspirados por Atenea y, por lo tanto, se encontraban bajo la protección de una diosa tan contradictoria como ellas: Artemisa. Los rituales que llevaban a cabo estas doncellas estaban relacionados con la música y la danza, y vestían una características túnicas color azafrán, que, según la tradición, había llevado Ifigenia en Táuride (Vázquez de Agredos Pascual, 2012, pp. 31-37).


Aunque no sabemos si las árktoi imitaban a las doncellas espartanas al bailar con cestos de plantas en la cabeza, podríamos inferir que tenían un ritual similar, lo que no sería extraño. De jóvenes, las elegidas como arréforas habían estado en contacto con rituales con canastos y, en su próxima etapa, para las elegidas, estos eran parte esencial de sus ritos.


Una vez finalizada la pubertad, las doncellas atenienses participaban en la Caneforia, la fiesta de las canéforas, y tenían un papel principal en las Panateneas, las grandes fiestas de Atenas. Las doncellas elegidas como canéforas debían llevar los canastos llenos de grano, y oculto en cada uno de ellos, un cuchillo sacrificial. Este rito indicaba que habían entrado en la edad de poder desposarse y, cuando llegaba el momento, las doncellas volvían a visitar el templo de Artemisa para despedirse y solicitar su permiso (Urrutibeheity, 1999, p. 69).


De esta manera finalizaba el camino que las doncellas atenienses emprendían siendo niñas al servicio del templo de Atenea, como testigos del secreto de su diosa. Tras los años que pasaban en el estado «salvaje», en la adolescencia, estaban listas para volver a la sociedad de la poléis que simbolizaba, para sus ciudadanos, el máximo exponente del orden y la racionalidad frente a la barbarie exterior.

 

El final de la danza

 

Este viaje, como prometíamos, nos ha llevado al Laberinto de Creta, en el que hemos bailado con la princesa Ariadna, a los peligrosos bosques de Laconia, donde danzaba Helena y tantas doncellas fueron raptadas, y a las tierras del Ática, bajo la protección de Atenas, en el templo del pórtico de las cariátides.


La identidad de estas esculturas sigue siendo objeto de estudio y especulación. De hecho, mientras preparaba este artículo he leído toda clase de teorías, desde las más académicas y aceptadas, hasta auténticas conspiraciones mitológicas. Y, aunque aquí no vamos a resolverlas, es tentador pensar en las canéforas atenienses danzando con sus cestos en la procesión de las Panateneas.


Gracias a estos ritos, las doncellas helenas encontraron un espacio personal, lejos de la autoridad paterna, donde expresarse libremente y crear sus propias tradiciones. Y el lenguaje que utilizaron para ello fue el de la danza. Así que, dejemos por ahora a la princesas con sus bailes y sus acrobacias, danzando a la luz de la luna, de Selene, bajo la protección de la cazadora de flechas de oro: Artemisa, la doncella.

 

    Foto: Manuel Sagra. Fuente: Flickr


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