RELATO 

El invitado.

A mi pregunta desde los fondos del abismo,

doy con una respuesta muy dura:

debutar a los sesenta es de un ridículo atroz.

Debutar tras la muerte, es mejor.

Queda el diamante,

la podredumbre se ha desintegrado.

 

MAURICE BLANCHARD

 




Confieso mi timidez, no hay que jurarla ante ningún tribunal. Confieso que tampoco me mueve la envidia en estas reflexiones. Que todos aquellos escritos que salieron de las tinieblas y del caos me han ayudado a mantener un cierto equilibrio mental, curar una herida de la infancia —las chimeneas y los humos del extrarradio parisino sobre el cielo grisáceo, la fuga de papá, la soledad y desesperación de mi madre, aquellos trabajos de galeote en un niño que no tuvo escuela, los años en la marina, los aviones de pacotilla de la Gran Guerra, también los combates encarnizados como resistente. Que haya arte en ello o no, ya es otra historia.


Lo que he alumbrado, tampoco una gran obra, no ha pasado de los cien lectores, mal contados. Ha circulado inadvertido, casi encubierto, como uno de esos pasquines que imprimíamos durante la guerra y arrojábamos desde un coche en el centro de una ciudad cualquiera para avisar a la gente de un bombardeo, una escaramuza, para que se levantara en armas. Como algo clandestino, en cierto modo. Y así debe ser, porque la poesía lo exige, con ese asomo de subrepticio, de furtivo, de militante, de delictivo incluso, que posee.


Si alguien se atreviera a publicar aquello que salió de mi cabeza, ese acto podría haberse convertido en algo poco menos que un desafío provocador —por qué leer las ocurrencias de este sujeto—. Y hubo quien aun así lo hizo, en tiradas muy cortitas, esculturas de la imprimación, lo que más tarde se llamarán fanzines, recopilaciones mínimas en un papel debilitado que, por el manoseo de su lectura, se desmoronaba entre las yemas de los dedos de aquellos sinceros amantes de la poesía.


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—Hay una reunión de poetas. Tu asistencia es capital. Será un placer tenerte con nosotros —me telefonearon.


En realidad, fue René quien lo hizo. Como sabía cuál iba a ser mi respuesta, se anticipó, consciente de su poder de convicción, y se presentó, a pesar de esas articulaciones acristaladas que lo martirizan como cuchilladas en su carne, a la puerta de mi piso ese mismo día.


—Nunca sales de casa. Te vendrá bien. Saludarás a esos colegas con los que hace años que no te relacionas. Será una oportunidad para que te conozcan y reconozcan de una vez por estos círculos poéticos tan rancios, provincianos y ciegos.


A René le costó arrancarme de la calidez hogareña de mi casa, del lado de mi esposa, en mi primera y única salida a un acontecimiento literario. Cedí, claro, pero ahora que estoy aquí, no parece que haya sido ni buena hora ni buena idea haber venido.


De hecho, no sé qué pinto en este restaurante. Mi rubor se ha acentuado y mi torpeza me duele. Mi sonrisa, mitad desengañada mitad radiante, mi mirada emocionada y sin embargo remotísima, oscilan entre esos trajes de corbata fina, las bebidas, los platos limpios de comida, las botellas de vino vacías, el molesto chasquear de los cubiertos —siempre me he preguntado quién pagará todo esto, los poetas no suelen manejar dinero, viven a salto de mata y si de lo que se trata es de ganar en prestigio, equivocaron una tarea, afición u obsesión que no genera billetes.


No me apetece hablar, relacionarme con nadie. Ni siquiera tengo hambre. Me he sentado en un rincón, he puesto mis manos juntas apretadas entre mis rodillas y aquí me he quedado sin moverme, con la cabeza ligeramente inclinada hacia adelante.


Soy un extraño entre tanto secreto cantado en voz alta, quizás porque no haga otra cosa que despertar pena o lástima. Aquel que me examine de cerca o de lejos podrá sentir ambas cosas. Y no sentirá admiración por mi obra porque sencillamente no la conoce.


Tan ensimismados están por ahí con sus historias que no creo que nadie se haya percatado de mi presencia y se me acerque. Habrá incluso quien me confunda por mi traje azul oscuro con un conserje o con el maître. Tampoco me importa. Lo prefiero. Nadie se aproxima a un conserje o a un maître para preguntarle su opinión sobre la poesía contemporánea, sobre el experimentalismo en la escritura o los arcanos de la creación. Así que me considero a salvo. Soy, en definitiva, de los apóstoles a los que no les gusta servir de modelo para el pintor.


Y lo lamento por René. Lo suyo ha sido como intentar encajar un poliedro hexagonal en uno cilíndrico. Menos mal que están también Paul, Louis y Jean. Los cuatro, amigos míos, todos ellos consagrados, es decir, lejanos, muy elevados, inalcanzables, en el trono de oro que les corresponde, con su corona, su cetro y su manto de armiño. Poseen las órdenes de Mercure, de Gallimard, de Corti, de la NRF y de las revistas más señeras. En vida, han ingresado en el acreditado inventario de las enciclopedias. Son claramente popes de la palabra, gurús del sentido, chantres de la música versada. Yo, por el contrario, en comparación, no soy nadie.


Hay otros, cómo no, en el entrechocar de la loza y el cristal, menores, que se dice, a los que conozco de nombre, pero de cuyos rostros, cuerpos, andares o expresión resultaba difícil hacerse una idea. Finalmente, seres humanos, de una u otra complexión, que comen, beben tinto, charlan, largan risotadas y miran para todos lados queriendo ser reconocidos por alguno de su misma jerarquía o de una jerarquía superior.


Seguro que aquí no veremos a Guy, el linotipista y lírico. Él continúa, empecinado, ocupando su mente de artesano con planchas de hierro y ordenando en ellas letras del revés que en el papel se adhieren y dan como resultado versos de una altura difícilmente superable. Y si son dibujos para la ilustración de sus ediciones: tiestos de cerámica colmados de flores estilizadas, siempre tan descarnadas, tan ligeras como sus ganas de perdurar. Él es el hombre sensato, el que lleva la discreción colgada del brazo, el que sabe que nada de lo que se acomete con seriedad sobrevivirá. Desde que volvió del stalag, piensa de esa manera. Ya antes también pensaba igual y esa terrible experiencia no ha hecho sino confirmarlo.


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Yo lo observo todo, si bien no lo aparento, con ojos de ingeniero. Pienso, no obstante, con alma de poeta derrocado, de príncipe en el destierro y me pregunto qué pasaría con todos estos escritores si nadie les reconociera sus noches, sus insomnios, esas horas de bruja emparentadas con el miedo a la muerte. Quiero decir en qué las emplearían, mientras manejan e intentan domar este alfabeto que heredamos de los romanos sobre tantísimo papel virgen. Qué sucedería con ese lado literario que no se les valoraría como es debido. Qué ocurriría con todo aquello que sacaron a la luz con sumo esfuerzo de un pozo oscuro y creyeron original. Qué pasaría con su expresión limpia y bien trabajada, si no llamara la atención de nadie.


Me pregunto igualmente quién es aquí el inmortal. He ahí un punto espinoso, clave. Desde luego, ninguno. Nada ni nadie lo es. Si persiguen ese pájaro del reconocimiento en vida y de la gloria tras la muerte, serían enfermos mentales confesos y puede que no llegaran a morir de forma natural. Suele ocurrir con los bardos. Se postran en la soledad, la llaga y el dolor de la escritura para proclamarlos a continuación delante de todo el mundo, a bombo y platillo, a los cuatro vientos. Cuando el reconocimiento no les llega y se entierra su vanidad, sólo resta un lacerado y resentido silencio (o el suicidio, aunque eso tampoco les garantice un lugar en el lustrado panteón de las letras).


Si nosotros, es decir, René y yo, nos jugamos el pellejo por las montañas. Qué se puede decir de la inmortalidad o de la fama ante todo lo demás. Ambos, de hecho, tenemos cada uno nuestra flamante medalla al valor. Y para qué. En cierto sentido se puede decir que vencimos. Pero no podemos asegurar que este mundo sea mejor que el anterior, acaso más manejable, desmemoriado, confuso y ridículo. Lo curioso es que estos poetas de acá y de allá quieran ser protagonistas, cambiarlo todo, dinamitar lo que nos rodea con palabras y aspirar a la eternidad. Qué ilusos. Ni siquiera los vencedores (mustia palabra) llegamos a conseguir eso con celadas, estruendo de armas, bombas, fusilamientos o ajustes de cuentas.

Ojalá bajaran del techo lanzas de hermosas palabras y se clavaran en el pecho de esas mesas cubiertas de manteles manchados y de extintos manjares en forma de versos. No sé por qué se me ha ocurrido ahora esa larga parrafada. La guardaré para un poema.


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Creí que René se me iba a acercar, entre el bullicio y el humo de los puros. Sin embargo, es Jean el que viene para acá. Con dos flautas de champán, aunque sabe que no bebo.


—Podrías permitirte al menos un sorbo. ¿Sabías que Prévert ya le pegaba al espumoso a las diez de la mañana? ¿Qué te parece como desayuno? —Jean es extraordinario, otra ave perdida en la maleza arrinconada de la infancia, un cuentacuentos alado que se convirtió, es de entender, en poeta—. Vamos, libera esas manos de la prisión de tus rodillas y vente a la esquina de la mesa donde estamos René, Louis, Paul y yo. Falta solamente Henri, de viaje, como de costumbre. Te prometemos paz. Los otros no cuentan. Ni se arrimarán.


No le respondo. No me apetece demasiado mezclarme con el grueso de la reunión.


—¿Has comido algo? Que andes de solitario contra el mundo, no quiere decir que te mueras de hambre.

Me levanto a disgusto de la silla y lo sigo con su brazo por encima de mis hombros. René, Paul y Louis me sonríen en la distancia. Pero ese corto trayecto se me ha hecho eterno.


—Al fin, te decidiste —dice Paul, al que por un día no acompaña Elsa.


—Vengo a despedirme —la copa de champán continúa en mi mano, burbujeante, escarchada, de un delicado color paja que no me tienta—. No puedo dejar a mi esposa en casa sola hasta tan tarde. No se encontraba bien esta mañana y ya llevamos todo el día fuera.


—Déjate de excusas. Es tiempo de amigos. Hasta la poesía puede esperar. Te pediré un café —interviene Louis, que sólo ha cometido un pecado en su vida, el de ser marxista.


—Os lo agradezco sinceramente, pero tengo que irme.


—Una lástima —tercia Jean, a salvo todavía de aquel camión de limpieza que lo arrollaría años después al salir precisamente de un acto de estos, en el que le rendían merecido homenaje—. Empezábamos a ser la envidia de todos esos escritorzuelos, a pesar de no constituir tampoco gran cosa. La injusticia no está bien repartida.


—Desde luego. Siéntate, Maurice —insiste René, dirigiéndose a mí y ofreciéndome un cigarrillo—. Te llevaremos en auto hasta la puerta de casa.


—No, de veras que no. Tomaré un taxi.


Aún efervescente, poso la copa sobre una servilleta, entre los platos acabados del postre. Rechazo el pitillo.


—No escaparás a la próxima —bromea Jean.


Me estrechan sus manos entre sonrisas. Les digo hasta la vista. Y me dirijo a la salida del restaurante, reservado al completo para el evento.


Al cierre de la puerta exterior, se atenúa el ruido de las conversaciones y se ensancha el de la ciudad.

Fuera, la noche es despejada y fresca. Me alzo el cuello de la americana y echo un vistazo hacia el cielo. Las estrellas ensartadas en su panza oscura me recuerdan las madrugadas por las cumbres heladas, de cuando tendidos boca arriba las observábamos en silencio, con una brizna de hierba entre los labios, sin saber si moriríamos o no al día siguiente en una refriega.


Levanto el brazo para parar un taxi, salto a su interior y pongo rumbo a casa, como si tuviera algo urgente e inaplazable que hacer, aunque en realidad sólo me importa la distancia.

 




Manuel Ángel Gómez Angulo.


Natural de Ubrique (Cádiz), es profesor emérito de francés, cursó estudios de Filología Francesa en la Universidad de Sevilla, Hispánica en la de Granada y Licence ès Lettres, en la de Lyon. Lector de español en la Facultad de Ingenieros de Saint-Étienne (Francia), fue premio ex-aequo en el concurso de cuentos de la revista Alcotán. Sus ficciones, traducciones, crónicas de viaje, fotografías, reseñas literarias y musicales han aparecido en los últimos veinte años en revistas como El coloquio de los perros, Boletín de la Academia de las Buenas Letras de Granada, Caocultura, Cronopio (Colombia) y el blog literario El narratorio (Argentina). Tréveris ha editado su traducción de la trilogía del conde de Hauteclocque En las entrañas de la Alemania nazi (2023) y un libro de corte memorialístico (2003), De memoria. En actualidad reside a caballo entre Francia y España.