Tito Labieno recorre a caballo el sector derrotado de la X Legión. Ilustración de Manolo Shaggy @manolo_shaggy
UCRONÍA
La batalla de las bestias.
Marcos R. Cañas Pelayo
Doctor Europeo por la Universidad de Córdoba. Profesor de Geografía e Historia en el IES Maimónides.
Palabras clave: Hispania, Julio César, Legiones, Munda, Tardorrepública romana y Tito Labieno.
Meditaciones de Sexto Pompeyo, censor de Roma, tres veces cónsul de la República
Corduba, trigésimo aniversario de la batalla de Munda[1]
“¡Pompeyo Magno, has sido vengado!”. La voz de Quinto Rupilio suena fuerte y atronadora encarnando al general Tito Labieno, mientras el público del teatro de Corduba contiene su asombro. La réplica de la cabeza de César ha sido realizada al mínimo detalle y provoca un murmullo en la plebe cuando el imponente actor, cuyo padre ya había ganado fama haciendo del gigantesco Áyax, la arroja hacia la turba. Luego estallan los aplausos.
Permanezco distante al espectáculo, asintiendo levemente con la cabeza ante los saludos de algunos de los dirigentes más importantes de la provincia. En verdad, he mimado tanto a este lugar que es merecido el apodo de Cordubensis con el que me han obsequiado, así como las numerosas estatuas y bustos que pueden verse de mí por todos los caminos de la Hispania Ulterior, acompañados por los del gran Pompeyo y Cneo, mi hermano mayor. Probablemente, soy el único presente consciente de la gigantesca farsa que acabamos de presenciar.
A diferencia de la luminosa dramaturgia, fue el verdadero Labieno quien me contó que la atroz lucha terminó en plena noche, una matanza donde tuvo que ir acompañado de ayudantes con antorchas para identificar a su odiado enemigo, el hombre al que sirvió lealmente en las Galias. En efecto, alzó la cabeza, sosteniéndola por los pocos cabellos que todavía le restaban al dictador, murmurando unas palabras que no reveló nunca a nadie, salvo a mí, al final de sus días.
Todavía hoy distingo a los embusteros que me afirman ser antiguos veteranos o hijos de valerosos centuriones en Munda que sirvieron con orgullo por mi sector del combate. He sonreído y disimulado mi desprecio hacia esos viles oportunistas. Si bien yo mismo he fomentado a una generación de poetas con ese relato, jamás estuve en la elevada posición de Munda ni vi el aterrador avance de la legendaria X legión contra nuestros hombres. Cneo nunca habría arriesgado que la supervivencia y dignitas de nuestro linaje pudiera desaparecer de haber sido derrotado, así que tuve celosas instrucciones de permanecer en Corduba. Me acompañaba el hijo de Labieno, Quinto, por entonces un agresivo muchacho, tan fanático de la caballería como su padre.
Si bien éramos próximos en edad, los pocos años de ventaja del joven Labieno le hacían ser un valeroso veterano frente a mí, un muchacho de apenas veinte años. Mi prestigio adquirido en Hispania, durante las revueltas que Cneo y yo organizamos contra el codicioso gobernador cesariano Quinto Casio Longino, radicaba únicamente en el recuerdo de mi padre, Pompeyo Magno. El líder de la legítima facción senatorial que había afrontado la amenaza de César cuando se negó a renunciar a su condición de procónsul y cruzó ilegalmente el Rubicón para amenazar el mos maiorum de la República.
Aquellos idus de marzo, yo aguardaba inquieto, viendo como amenazantes incluso las finas gotas de lluvia que caían sobre la ciudad. Sentía que mi destino se jugaba en una partida organizada por Marte en donde otros arrojarían los dados en mi lugar.
Extracto del testamento de Servilia Cepionis, custodiado en el templo de las Vírgenes Vestales
Pocos romanos podrían cuantificar el precio de sus pasiones. Sin embargo, Cayo Julio César supo hacerme valiosa: seis millones de sestercios. Una cifra astronómica por la mejor perla que se había visto en todo el territorio itálico, una verdadera maravilla que contemplé desolada el mismo día que mis sirvientes llegaron con el terrible mensaje: César caía abatido en Hispania. Cuando me la dio, mi amante supo satisfacer dos de sus vanidades: el amor que le despertaba y que, a fin de cuentas, él podía pagarlo y, en todo caso, quedándole capital suficiente para otras inversiones. No en vano, son hoy sabidas sus falsificaciones en los libros de cuentas sobre hermosos esclavos adquiridos muy por encima de su valor.
Con él murió mi juventud, si bien ya hacía tiempo que no era la belleza morena y altiva que despertaba murmullos en el Foro. Viuda de un desventurado colaborador del efímero gobierno de Cinna, hermanastra del célebre Catón y la favorita del hombre que, según Cicerón y el resto de varones consulares, quiso acabar con nuestra República. Una inquietante mezcla que colocaba a mi familia en la peor de las situaciones tras Munda. Incluso Cayo Casio Longino, uno de mis yernos, firme republicano, admitía que no deseaba un triunfo de Cneo Pompeyo el Menor, un chico al que recordaba inestable y violento.
La urbe, infectada de guerras civiles, exige difíciles equilibrios que una matrona de verdad debe manejar. Por ello, mi hija Tercia casó con Casio, un digno opositor perdonado posteriormente tras Farsalia. Otra miembro de mi prole, Segunda[2], terminó entregada a Marco Emilio Lépido, uno de los colaboradores más prometedores del nuevo régimen. La armonía tan compleja quedaba expresada en mi hijo, Marco Junio Bruto, hoy el nuevo Craso de la República en cuanto a fortuna de refiere, quien aceptó combatir por la causa pompeyana sin que eso hubiera mermado un ápice el afecto que César le profesaba desde pequeño.
Dispuse que la servidumbre organizara con esmero el banquete que celebramos para debatir las últimas noticias. Acudieron todos los maridos de mis hijas, incluyendo Publio Servilio Vatia, apodado el Isaúrico, amigo personal de difunto dictador y casado con la primera de mis Junias. César siempre había confiado en la devoción de Vatia, puesto que abandonó de inmediato la facción optimate a la que pertenecía por sangre para abrazar la causa de su querido amigo. Maltratado de pequeño por su padre, era un hombre afable, aunque débil y propenso a dejarse seducir por quienes le mostraran cortesía.
Apenas había empezado a servirse un exquisito falerno, comuniqué que mi perla más preciada había sido enviada al campamento de Sexto Pompeyo en Corduba, junto a una misiva repleta de buena voluntad y donde subrayaba mi parentesco con Catón, quien se arrancó la vida en África en lugar de aceptar el indulto del tirano.
La batalla de las bestias por Marco Furio
Publio Atio Varo y Tito Labieno no permitieron que nadie descansase aquella noche. Mientras el resto de legionarios saludaban a Cneo Pompeyo el Joven como imperator, recibí la orden de arrancar el anillo del cuerpo de César. Tanto Varo como Labieno conocían el antiguo truco del cartaginés Aníbal y eran conscientes de que tenían ahora una herramienta para dar falsas instrucciones a los colaboradores del dictador. Una serie de mentirosas indicaciones permitieron aproximarnos hasta el general Didio, darle muerte y cortar las acciones de la flota cesariana.
Envidié profundamente al centurión que pudo partir para dar las buenas nuevas de Munda a Corduba, donde Sexto Pompeyo declaró fiestas y acciones de gracias en una ciudad que estalló en júbilo para recibir a nuestro comandante. Por mi parte, en calidad de primus pilus hube de cabalgar con algunos de los mejores jinetes de Labieno para formar parte del sistemático exterminio y venganzas que se había de dar en Hispania.
De cualquier modo, nada sería comparable al baño de sangre en Ategua, donde Lucio Munacio vivió para lamentar su cambio de bando. Debido a mi papel resistiendo la acometida enloquecida de la X legión cuando César ya había caído abatido, sentí satisfacción cuando en Corduba fui llamado por Cneo Pompeyo para recibir mi corona cívica. Sin embargo, el olor a ramas de roble no hacía olvidar los gritos de los niños y los cuerpos quemados, apilados como bestias.
Me gustó la ciudad engalanada en la victoria y acepté encantado las futuras tierras que se nos dieron allí. De cualquier modo, antes pude ser uno de los custodios a las puertas del palacio improvisado desde donde los hermanos Cneo y Sexto planificaron la nueva República. De allí logró Varo salir con el cargo vacante de pontifex maximus. Hacía apenas unos días que había barajado suicidarse y ahora sustituía a Julio César como máxima autoridad religiosa de Roma. Labieno habló poco, si bien en sus labios quedó sellado el destino del linaje de los Balbo de Gades y Aulio Hircio.
Mis compañeros y yo quedamos sorprendidos frente a la exuberante belleza de Eunoe, la esposa de Bogud, rey de Mauritania, jefe de la caballería que estuvo a punto de sorprender a nuestra retaguardia. Solamente el terrible estado de Cneo por sus heridas hizo que desatendiese las atenciones de semejante soberana, quedando complacido de que su hermano Sexto honrara la nueva alianza entre las sábanas. El rey africano no tenía inconveniente a esa generosidad siempre que salvara su cuello.
Sexto nos sorprendió a todos por su aplomo y sensatez. Parecía haber heredado las dotes organizando de su padre y planteó una útil alianza con los piratas para asfixiar el suministro de trigo a Roma. Cneo confiaba en él y lo rodeó bien para gobernar en su nombre las dos Hispanias. Sin importarle el estado de su pierna, nuestro comandante quería aprovechar el impulso del triunfo antes de que Marco Antonio u otras criaturas de César pudieran reagruparse. En estricto secreto, se me encomendó adelantarme como uno de los escoltas de Labieno para una entrevista secreta en Narbona con Cayo Trebonio. General cesariano, antiguo tribuno de la plebe y colaborador activo del dictador, ahora tenía una fabulosa y sorprendente revelación que hacernos.
Las ratas de Marco Antonio [confesiones de Fulvia]
Nadie comprendía mejor la esencia de mi amado Marco Antonio que yo. Al igual que con mis otros maridos, amigos personales suyos, me volqué en apoyar su carrera política. Tras Farsalia, mi flamante esposo quedó nombrado magister equitum, auténtico representante de César en Roma durante sus aventuras por Egipto. A diferencia de su valor como orador en una crisis o su espada en combate, Antonio demostraría una profunda tendencia al desorden que le acompañó de igual manera cuando llegaron las funestas noticias de Hispania.
Amaba a César de la misma forma que el dictador a él, pero era una relación desigual. Últimamente el segundo miraba al primero con inquietud por su temperamento alocado, mientras que Antonio suspiraba por ser su heredero. Así se comportó en cuanto se hizo con el testamento custodiado por las Vestales, quedando herido por su posición en el reparto. Él había sustituido a Labieno como su lugarteniente, pero sus antiguas imprudencias lo alejaron del poder que ansiaba. Además, contaba con la activa oposición de Publio Cornelio Dolabela, alguien casi tan apuesto y ambicioso como Antonio.
Dicen que su mal comportamiento como marido de Tulia, hija de Cicerón, aceleró la muerte de esta dama romana. Nada de eso pareció impedir al abogado prestar su apoyo a la facción cesariana de Dolabela, opuesta a las maneras en las que Antonio quería conducirse. Creía contar con el apoyo ciego de las legiones en suelo itálico, si bien pronto estallaron los motines. Años después, los pompeyanos revelaron la hábil red de espías y amotinadores que habían usado con eficacia contra el propio César.
Paralelamente, Dolabela sacó fortuna de la crisis y ganó fácilmente el favor del pueblo prometiendo condonar las deudas. Nadie sabía cómo, máxime ante los elevados precios del trigo, pero al estar él mismo acosado por los acreedores sonaba bien en los oídos humildes. Hubo masacres en el foro donde Décimo Bruto ayudó a Marco Antonio a emplear mejor a violentos legionarios hábilmente disfrazados como multitudes harapientas. Dolabela escapó y se alargó una guerra inútil que solamente beneficiaba al joven Cneo.
Mientras Roma se desangraba, Cayo Trebonio formaba sus propios planes. Antiguo amigo de mi marido se reveló astuto y despiadado en Narbona. Habló largo y tendido con Labieno sobre su propia situación. Derrotado en Hispania, él mismo había temido caer ante los ojos de César y, en un oportuno cambio de intenciones, recelaba de su progresivo aumento de poder en la República, semejante a un monarca. Habló de una extraña conjura que se estaba empezando a gestar y los hijos de Pompeyo Magno le creyeron.
Apoyado por Publio Ventidio, el viejo mulero de las legiones cesarianas, Antonio recobró algo de orden en su tropa. Apareció el joven Cayo Octavio, un muchacho de aspecto enfermizo e ideas claras. Puso su generoso patrimonio para acallar a los insurgentes, se ganó a los centuriones y ejecutó a los cabecillas. Antonio, al fin, pudo combatir a Dolabela y en las cercanías de Pistoia dio fin a la amenaza de ese extraño ejército de libertos. Envió la cabeza para lucir en la rostra y exigió que Cicerón hiciera su elogio fúnebre. Por desgracia para mi marido, el coste de Marte fue Ventidio, atravesado por una lanza. Era un buen hombre y leal a su causa. Cada vez quedarían menos en Roma.
Sexto Pompeyo recuerda Bibracte
A pesar del éxito cosechado en los motines a la muerte de César, Marco Antonio demostró ser un más que formidable obstáculo. Si bien no descuidaba su lecho con la célebre actriz Cytheris, mostró un encomio importante en ser el heredero del dictador. Yo mismo en mis relaciones con Eunone había exhibido que la pasión no debía de nublar de todo el juicio. De hecho, secundé la idea de Cneo de espaciar ayudas a los herederos de Juba y mercenarios aventureros para impedir que Mauritania creciera tanto como Bogud anhelaba.
El fantasma de mi padre acompañó a Cneo hasta el último momento. Sus dolores eran frecuentes, sin importar los esfuerzos de los galenos. No obstante, entre los legionarios su reputación era enorme y corría el rumor de que sus heridas eran su sacrificio a las deidades para tener Fortuna. Y, en verdad, la suerte nos acompañó desde Munda.
Labieno respetaba a los legionarios que nos esperaban más allá de los Pirineos, no así sus comandantes. Celebró como una bendición divina la muerte de Ventidio, un paisano suyo. Por desgracia, su odio a Antonio le hacía incapaz de verle ninguna virtud. Ejecutado Dolabela, armó una fuerza impresionante que debió ser mayor de no mediar las oportunas palabras que Trebonio susurró a Décimo Bruto. La inactividad de su flota era crucial para que la guerra se resolviera por tierra. Con el botín de Gades por merced al linaje de los Balbo, estábamos en una posición inmejorable para reforzar nuestras trece legiones y dejar guarniciones suficientes en Hispania.
Permanecía allí entre las caricias de Eunoe, aunque no me hacía ilusiones con una mujer que había hecho las delicias de César en el pasado. Aprendía a pasos agigantados a ser político y Quinto Labieno aceptaba encantado ser el brazo ejecutor de los insurrectos. Era hábil en las escaramuzas y rápido para aparecer en cualquier rincón de manera inesperada. Por su lado, tanto su padre como Cneo se adentraron en las Galias, donde algunas tribus como la de los belóvacos ofrecieron su alianza tras los duros castigos sufridos. El prestigio y temor hacia Labieno era importante entre aquellas gentes.
El choque de Bibracte resultó impresionante. Nuestro bando esparció falsos rumores de desavenencias entre Cneo y Labieno, algo que los exploradores de Antonio pudieron confirmar por la caótica formación de los cuerpos de caballería. En realidad, el trabajo de nuestro ejército para colocar a la infantería ligera entre los jinetes había sido una labor de horas y exigió suma habilidad para dar la falsa sensación. Antonio, asesorado por sus hermanos Lucio y Cayo, aceptó el desafió y dejó la seguridad de sus aliados eduos.
El despliegue fue uno de los mejor efectuados en los últimos tiempos, provocando una serie de ataques y retiradas de nuestros jinetes con infantería ligera de refresco. Labieno supo elegir bien entre los galos, puesto que no confiaba en la oferta de los aliados mauritanos, poco acostumbrados a ese terreno. Cneo hubo de verlo desde la distancia. Conociéndolo, aquello le iba derrumbando por dentro, siendo un joven vital que quería vengar a su amado padre. Eufóricos por el triunfo, nuestro único error fue permitir la huida de Marco Antonio, quien demostró gran entereza para coger a los supervivientes y rearmarse en Dacia.
Servilia y el triunfo
Al igual que Roma, sé colocarme las mejores pinturas para fingir mis estados de ánimos. Hacía poco más de un año que la urbe hablaba del horror que sería que los hijos de Pompeyo vencieran a César. Nadie habría pensado eso durante aquel desfile del triunfo en un verano caluroso. Cicerón, siempre hábil con las palabras, hizo algún poema usando al Sol como metáfora de la naciente estrella del joven Cneo. Le recomendaba vanidosamente seguir el recuerdo de su padre, fiel a los principios republicanos. Toda una hazaña viniendo del general más mimado en la dictadura de Sila. Sin embargo, el arpinate querían que olvidaran un comentario suyo en el Foro sobre “la batalla de las bestias” para hacer referencia a Munda.
No obstante, como Tercia acertó a susurrarme, había algo hermoso y melancólico en el muchacho que dirigía su carro con un esclavo sosteniendo su corona. La pintura roja para asemejarle a Marte no impedía ver el sufrimiento de quien estuvo cerca del abismo. Decían que ya no podía cabalgar y que los dolores al apoyar la pierna le hurtaban el sueño. Sea como fuere, el chico violento de antaño ahora parecía alguien distinto.
Como apuntó Casio en el secretismo de nuestro hogar, hizo las carnicerías que esperamos, pero no como un feroz Mario con sus bardei. Emuló a Sila en lo sistemático de la matanza y halagó a quienes debía. Incluso Bruto suspiró aliviado al verse fuera de los listados, siempre una excusa para olvidar a amigos que caían y las fortunas perdidas. Recuperar la casa paterna hurtada por Marco Antonio hizo feliz a Sexto Pompeyo, tan sagaz en las confiscaciones como lo había sido reorganizando Hispania.
Intuí vengativa mano en algunos de los cánticos de los legionarios victoriosos sobre el calvo libertino. Aquella mezcla de exiliados, hispanos y meros mercenarios parecía haber heredado la fuerza del ejército de César tras aniquilarlo en las elevadas posiciones de Munda. Pude vislumbrar desde el Capitolio a Labieno, encontré sus cabellos, que mi difunto amante miraba con envidia, tan fuertes como siempre, pero teñidos de blanco.
Estaba disfrutando de su momento como lugarteniente de Cneo. Al paleto picentino siempre se le dio bien ser el segundo de los hombres poderosos, la mano derecha que hacía el trabajo sucio. Su reputación en la Galia le permitió armar una caballería impresionante.
Asistí a la farsa con calma y fingí interés sobre los rumores de que Cneo iba a contraer matrimonio con Octavia. Otro movimiento astuto del que fuera un colérico crío, estaba bien aconsejado. La sobrina-nieta de César, hermosa e ideal para sellar el futuro de Roma con su apellido. Estaba compartiendo un incómodo silencio con Calpurnia cuando un discreto veterano llamado Furio me entregó con sutileza un mensaje de Labieno. Quería verme.
Servilia Cepionis observando el busto de César. Ilustración de Manolo Shaggy @manolo_shaggy
Entrevista de Tito Labieno con Sexto Pompeyo en la frontera con los partos
Tenía al viejo libertino justo donde queríamos, Sexto. Nuestras trece legiones sabían que no habría perdón posible y combatieron mejor de lo que podía esperarse ante sus veteranos. Desde mi montura podía ver que nuestras líneas avanzaban. Primero, lentamente. Después casi paladeábamos la victoria. No obstante, Cneo sabía que la caballería de Bogud debería de aparecer en el peor momento posible. Estábamos alerta y era mi misión interceptarla a cualquier precio.
Exhibiéndose, César quiso reagrupar a los suyos y únicamente la Fortuna impidió que muriera ante algunos de nuestros proyectiles. Ver a su comandante expuesto avergonzó a la X legión. Eran mi obsesión. Debíamos doblegar a esa unidad y el resto caería. Mi sector no estaba en peligro y los legionarios marchaban a proteger a nuestro flanco izquierdo. César se las había ingeniado para alejar a sus veteranos de mi ala.
Tenía a esas cohortes preparadas, Sexto. Había soñado con ese instante. Repetir Farsalia, pero con nosotros como vencedores. Debilitar mi flanco era lo que Bogud esperaba para envolver nuestra retaguardia. Conocía a César y actuaba así. Lo imaginaba retando a sus portaestandartes y diciendo que no caería frente a unos muchachos. De cualquier modo, mis cohortes iban a colocar sus lanzas de manera elocuente para dispersar a esos mauritanos sin menoscabo de nuestros otros refuerzos. Entonces surgió el alboroto.
Ni Bogud ni yo lo comprendimos hasta después. Nuestra línea delantera se detuvo, presa del pánico y en clara desobediencia a los centuriones. Temían que mi acción fuera una retirada y los propios cesarianos soñaban con ello. ¡Maldije a los encargados de la música y los espejos por no haber explicado bien un acto tan simple! En mi orgullo, también imaginaba César feliz por su buena suerte, una vez más.
Entonces el cao se contuvo. Todavía conservó ese proyectil ensangrentado. Los vítores cesarianos cesaron. Ese instante fue aprovechados por nuestros centuriones para obligar a los legionarios a comprender lo obvio: que aquella maniobra era para protegerlos y no dejarles a su suerte en Munda. Un iluminado legionario había arrojado la piedra que un hondero enemigo de Ipsca habría dejado allí antes. Ya estaba cubierto de sangre el plomo. Ahora se sumaba el cuello de César. Fatalmente expuesto. Había querido que todos le reconocieran entre sus filas. Dio la espalda afirmando que huíamos. Un pequeño descuido. La primera vez que su antepasada Venus no alejó un peligro para su favorito.
Lo imaginó ahora inconsciente y sin poder articular órdenes, atendido por sus atribulados hombres. Cneo estuvo admirable, Sexto. Bajó a combatir a primera línea, rodeado de nuestros mejores hombres. Su pierna fue herida y casi destrozada, pero aquel joven comandante demostró estar a la altura de vuestro padre. Mis jinetes y yo cabalgamos al encuentro. Las cohortes se defendieron bien y la cabalgada mauritana perdió fuerza. Con malicia, me moví entre sus filas para hacer llegar a Bogud que su querido amo ya estaba muerto.
Podía ser mentira. Ni siquiera yo lo sabía. De cualquier modo, el rey mauritano era listo y no iba a caer lejos de su patria por un aliado del que desconocía su destino. Les dejamos a su suerte. Volvimos al poco de caer la noche para sepultar la X legión, la cual, igual que en Tapso, parecía una masa furiosa e invencible.
Lucio Crastino, superviviente de la X
Apenas quedábamos un puñado de nosotros. “Contad a los muertos”, replicó con rabia Voreno cuando uno de los primeros jinetes pompeyanos preguntó cuántos éramos. Enfurecidos por la pérdida de nuestros hombres, aterrados frente a la posible muerte de César, nuestra unidad se abrió camino con toda la furia que conocíamos de la Galia, Grecia, Egipto, Britania e Hispania. Cuando eso ocurría, nada podía detenernos mucho tiempo.
Nuestros problemas con el general eran conocidos, pero también que no le íbamos a abandonar en su última batalla. Los soldados entrenados por Cneo Pompeyo eran buenos, lo demostraron aquel día. Sin embargo, habrían necesitado años para poder igualar esa última reserva de rabia que poseía la mejor legión en la historia de Roma. Los arrasamos, les hicimos desear marchar de allí y fue preciso que el mismísimo Cneo bajara a combatir. Era joven, pero con tanto valor como cualquier otro general que hubiéramos conocido.
Dicen que murieron 3.000 pompeyanos y la gran mayoría en ese lance. Gritábamos el nombre de César y aterramos a esos muchachos. Aguardábamos a la caballería de Bogud. De cualquier modo, estaban paralizadas. César moría ante sus ojos cuando hacía un instante les hizo sentir invencibles. Nuestro avance nos estiraba y Varo entendió que se nos podía envolver como a una bestia presta a ser cazada.
Ni siquiera ahí nos rendimos. El impacto de los jinetes de Labieno era algo con lo que no contábamos. La carnicería se hizo eterna hasta el anochecer. Cubierto de sangre, tierra y barro escuché el relincho de un caballo. La luz de una antorcha me mostró al antiguo lugarteniente de César. Los pocos restos de la X nos dimos por muertos. Pudimos escuchar las indicaciones del legado y comprendimos que se nos iba a respetar. Tras arrancar el anillo y dárselo a Varo, cabalgamos con él y el cuerpo de César. Era una falta de respeto hacerlo sin el permiso de Cneo Pompeyo, pero el muchacho estaba demasiado ocupado evitando perder la pierna en su tienda, donde los brindis de victoria se alternaban con el dolor de un hombre.
Dicen que Labieno ordenó matar mediante sus sicarios al joven Octavio mientras regresaba de una de las negociaciones tras las embajadas de Antonio. “En ese joven hay muchos Césares”, afirmó en una ocasión con malicia. Nunca se demostró. También se hablaba de que su hijo Quinto y él copiaron con habilidad los planes del dictador para la campaña de Partia. Y que Aulo Hircio fue exhibido como un rey bárbaro en su desfile de la victoria y luego relegado a un cautiverio lamentable.
Puede que sea verdad. De igual forma, nos pidió enterrar con honor a César. Nos juró que él lo había encontrado ya decapitado. La ceremonia secreta y la ruta permanecería con nosotros. Labieno nos prometió que algún día habría algún testamento de una dama (no lo entenderíamos hasta mucho después) que revelaría exactamente dónde estaban los restos de quien fuera pontifex maximus de Roma.
A diferencia de otros, resultamos tratados con respeto entre los vencedores. Labieno nos distinguía y nos pidió los recuerdos para que narrase la auténtica guerra de las Galias. Unos comentarios que empezaban con dos amigos ambiciosos brindando tras doblegar a los helvecios. Una historia donde ambos cometieron crueldades. Ahora, aquellas palabras harían verdadera justicia.
Combatió toda su vida y pareció feliz de desaparecer en Armenia, siendo vengado por su hijo tras una última carga de caballería. Parecía alguien que había podido recuperar su lugar arrebatado en la Historia.
NOTAS
[1] En nuestro multiverso histórico, año 15 a.C.
[2] Fiel a la tradición romana, Servilia llamó a todas sus hijas Junia, distinguiéndolas con sobrenombres que indicaban su orden de nacimiento.
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