Sentarme a escribir mis memorias es lo más difícil que he hecho nunca, más incluso que negarme ese instinto de supervivencia que nos hace tan humanamente animales y tan animalmente humanos al mismo tiempo; la elusión de toda muestra de dolor, aun de la muerte, no forma parte del boxeo ni de la voluntad de quienes lo sufren con su ferocidad intrínseca. Supongo que hablar de mi vida también implica un modo de lucha, una manera de inhibir los instintos básicos de preservación de la especie; pero el problema, la complejidad, surge cuando uno no es el protagonista de su propia historia, cuando ni siquiera tiene el poder de un Augusto Pérez para cuestionarse la existencia ante el Unamuno que nos escribe. El verdadero inconveniente de redactar aquello que viví reside, sin duda, en que la razón de mi ser fue siempre un mandato de los demás. O no.
Todas las crónicas que he leído, valga la redundancia, comienzan desde el principio. Algunas contienen datos incluso desde antes de nacer el propio retratado; sin embargo, ese no va a ser mi caso, porque el interés de lo que he vivido entraña un traje más adecuado para la brevedad del cuento que para la longitud de la autobiografía. Por este hecho, no voy a detenerme ni un segundo en los aspectos superfluos de mis horas, pues nada importa que mi padre decidiera por mí que yo sería boxeador o que se ignorara que mi vocación estaba en las letras y en el saber de las humanidades, y no en los cuadriláteros y en «la dulce ciencia del aporreamiento», como definió al boxeo Muhammad Ali. Tampoco resulta relevante que mi entrenador me enseñara, mediante golpes, que el sentido de la lucha ―el secreto de la victoria― está en la cantidad de sacrificio que estés dispuesto a soportar. Decía Paracelso: «todas las sustancias son venenosas, su mortalidad depende de la dosis administrada». Se ve que mi entrenador me ofreció el maltrato justo y necesario que diferencia a un veneno mortal de un remedio infalible. Pero, bueno, lo dicho, todo esto no tiene la mayor importancia.
El arte de Queensberry, para alguien como yo, que odia pelear, implica un castigo helénico: siempre encadenado prometeicamente a las exigencias del entrenamiento duro y de la dieta estricta, a los dolorosos moratones y a las costosas fracturas, a los cortes afilados y al sabor perverso de la sangre, un estar postrado y atado al Cáucaso de las dieciséis cuerdas, esperando a que el apetito de las águilas me despiece y devore desde el hígado hasta el alma. Mi vida, por descontado, es la de un títere en una representación dramática, la de un mortal envuelto en el determinismo sofocleo de la tragedia, la de un hombre dotado de una voz para la ficcionalidad de escribirse y olvidarse de la ontología del vivir. Soy un sin nombre y esta es mi historia.
1964 fue el año clave de lo que aquí se cuenta. Tenía tan solo veinticinco años y debería ser el retador obligatorio al título mundial de los pesos pesados de la AMB. Digo «debería» porque estaba invicto, había ganado a todos los boxeadores que intentaron arrebatar sin éxito el cinturón al campeón indiscutido del momento y, pese a ello, nadie me ofreció la oportunidad que merecía, ni siquiera mi promotor. Los periodistas tampoco hablaban de mí y el circo mediático en el que se había convertido el boxeo apuntaba a que las televisiones no estaban por la labor de retransmitir ningún combate en el que yo fuese el actante principal. Ya en esos tiempos, como sucede ahora, un peleador que no vendía era una sombra borrada por un foco.
Mientras tanto, solo quería pelear por el campeonato, una sola oportunidad. Nada más. Tal vez, si lograba ganar el título, podría retirarme para siempre y dejar de aceptar los papeles que me escribían otros. Quizá, en ese contexto, mi entrenador ―mi paidónomo― me librase de la agogé espartana a la que me sometió desde mi infancia y mi padre no tratara de exhibirme ante los medios, aunque mi salvajismo elemental diese pie a ello, como un exótico y fiero animal de zoológico. Por esta razón y otras tantas, le dije a mi mánager que contactara con alguien más cercano a Mefistófeles que a Fausto: Frankie Cassone, un expromotor de boxeo condenado por su vinculación con el crimen organizado.
En aquella época, todo el mundo sabía que buena parte del universo boxístico estaba dirigido desde las sombras por la mafia italiana, y, aunque ya hacía algún tiempo que el zar de las dieciséis cuerdas, Frankie Cassone, vivía entre rejas, eso no impedía que sus tentáculos de extorsión y soborno dispusieran del tablero, las fichas y las reglas de este deporte en, al menos, el estado de Nueva York. Si querías ser alguien en el mundillo, debías pactar con Frankie; si querías ser campeón indiscutible, debías obedecer a Frankie. Era sencillo, él era el comisionado no oficial de este deporte y su virtud, en muchas ocasiones, era deslegitimar al boxeo de su cruel verdad agonística en pos de una subsunción a un estatuto ficcional. Con el Sr. Cassone, el pugilismo no tenía que ser real, bastaba solo con que fuera aristotélicamente verosímil, de lo que se infiere una óptima simetría entre la ciencia de los puños y la literatura.
La primera y única vez que vi a Frankie Cassone en persona fue en el régimen de visitas de la penitenciaría federal de McNeil Island. Me sorprendió que tuviese una estancia para él solo y no una sala común como el resto de los presos. Estuve esperando su llegada durante unos largos quince minutos, bajo la atenta y amenazante mirada de un guardia que parecía olvidar que a un boxeador no se le intimida por los ojos. El tiempo se ralentizó sobremanera y su efecto secundario fue que enterré, entre otros pensamientos, lo que había planeado decirle a Cassone, así que, cuando él apareció, seguido del sonido hueco de la puerta que se cerraba tras de sí, me quedé en blanco.
―Buongiorno, campione ―me saludó Frankie, extendiendo su mano para que se la estrechara―. Ti ho visto in un par di combates. Tremenda destra, campione, tremenda destra ―continuó mientras lanzaba un gancho de derecha al aire y sonreía de forma amistosa.
Apenas pude reconocerlo. El hombre que se me dibujaba delante ahora no tenía nada que ver con aquel que salió en sus mejores días en la foto del periódico. Su madurez se había convertido en otra cosa, quizá en la ruindad de lo deshecho; el pelo entrecano, en senectud monocromática; el vigor del rostro, en delgadez enfermiza, y la sonrisa imperialista, en la caída de Roma. Sin su bonito traje italiano ni su caro Borsalino gris, el poderoso Frankie Cassone era, como diría Onetti de su Jacob Van Oppen, «tan responsable del paso de los años, de la decadencia y la repugnante vejez, como de un vicio que hubiera adquirido y aceptado». De aquella fotografía solo quedaba la mirada; cristales inalterables ante la voz del tiempo.
―Buenos días, Sr. Cassone. ―Volví a recordar lo que había venido a decirle―. Voy a hablarle claro y sin rodeos: primero, porque pretendo salir de aquí lo antes posible y, segundo, porque no quiero que se me relacione con su persona. Sabe de sobra que soy el aspirante legítimo al título y sé a ciencia cierta que el campeón trabaja para usted. Así que exijo mi oportunidad. Démela. Suba a su chico al cuadrilátero conmigo y le juro que no volverá a verme nunca más. Tras esa pelea, le prometo que me retiraré invicto, con el cinturón, y que podrá quedarse con la bolsa de esa noche.
¿Trato hecho?
―Calma, ragazzo, calma ―contestó después de atusarse el pelo hacia atrás y sentarse, sin perder la sonrisa, delante de mí―. Sono Frankie, ma non il mio omonimo Frankie Carbo. ―Soltó una carcajada y se giró en dirección al carcelero, que estaba rígido e inmóvil al fondo de la estancia, sonriendo también.
Cassone hizo un gesto con la cabeza, no pude ver su rostro; solo el sutil movimiento del cuello, solo el grácil corte de la nuca blanca perfectamente delineado. Entonces, el vigilante salió y nos dejó, como púgiles en un ring, uno al frente del otro, en una intimidante y milimétrica soledad. Cuando Cassone volvió a mirarme, aunque su cara seguía inmersa en los estragos del tiempo, volví a reconocer al gánster de las fotografías. Ya no sonreía, su semblante se transformó en un serio oscuro; su voz se tornó más grave y sus palabras parece ser que olvidaron esas ridículas interferencias del italiano.
―Muchacho, la gacela no impone los términos al león ―añadió―. Soy un hombre de negocios al igual que todo americano en la tierra de las oportunidades, la diferencia está en que esta es mi tierra, mi sabana. Entendido esto, hablemos de boxeo.
Su presencia era gigantesca, llenaba toda la sala. Tanto que, a pesar de que podría aplastarlo con una sola mano, me sentí diminuto ante él.
―Solo le pido una oportunidad. Déjeme luchar contra Sonny Preston por el título mundial y quédese con toda la bolsa del combate. Le prometo que no habrá trampa ni cartón. Soy un tipo íntegro.
―Verás, muchacho. En este negocio, las ratas se distinguen por su integridad. Fueron tipos íntegros como Jackie Leonard o Jake LaMotta los que jodieron a Carbo y a Palermo. Así que no me hables de tu estúpida honradez porque lo que tú y yo necesitamos es que te desprendas de toda ética, que te ensucies y te embarres hasta el alma, que suicides todo lo que eres hasta que no quede nada de lo que siempre has creído ser. ―Entrelazó sus manos detrás de la nuca y respiró con profundidad y calma antes de seguir―. Además, ¿por qué habría de hacer negocios con alguien como tú? Tu imagen no vende un cazzo y tu invicto se mantiene solo porque has peleado con hombres de paja. No eres un verdadero campione y nunca lo serás si no aceptas mis términos.
En ese instante, supe que mi destino volvía a estar determinado por la voluntad de lo ajeno, que escapar de mi fatalismo no consistía en bregar ante el hado de los dioses, sino en retozar en el inmundo estiércol de los hombres.
―Nací en un palacio, pero me crie en el barro, Sr. Cassone, así que dígame qué tengo que dar para obtener lo que quiero.
―Buen chico, buen chico... Sin duda, un buen chico. ―Aplaudió mientras sonreía sin apartar los ojos de mí―. Bien, la ecuación es simple, muchacho. Sonny Preston es un campeón venido a menos, nadie daría un dólar por él, y tú eres solo un tipo blanco desconocido con una buena derecha, por lo que las apuestas estarían demasiado igualadas y eso no interesa a Frankie... ―Hubo una pausa, Cassone suspiró y se quedó un momento pensativo―. Sí, eso es: Jimmy Norris es la clave. Pelea primero con él. Norris es un boxeador blando, semidesconocido, una alimaña que se ha ganado la animadversión del público de La Gran Manzana. Las apuestas estarán 18/1 a tu favor y yo meteré una cuantiosa suma de mi dinero en tu contra.
―Espera... ―le interrumpí―. ¿Me estás pidiendo que me deje perder?
―No, claro que no. Te estoy pidiendo que seas un hombre de negocios. ―Se llevó la mano al pecho como si buscara algo en el bolsillo interior de una chaqueta inexistente―. Vaya, viejos hábitos de fumador, supongo. Bueno, lo que te decía. Te estoy pidiendo que seas un hombre de negocios. Si pierdes, Frankie ganará dinero y tú tendrás tu ansiada pelea por el título contra Sonny Preston.
―¿Y cómo puedo fiarme de que cumplirá su palabra, señor Cassone?
Sonrió antes de contestar.
―Porque sono il diavolo y la humanidad sabe cómo es mi obra ―contestó clavándome la mirada mientras abría los brazos como adueñándose del mundo―. Muchacho, el negocio es simple y todos ganamos. Tú me ofreces una parte de ti y yo te concedo tu deseo y algo más. Mira, cuando caigas ante Norris, nadie creerá en ti y las apuestas se dispararán a favor de Preston. Luego tendrás el combate y podrás patearle a ese negro su culo de antigualla. De esta manera, el Sr. Frankie y el muchacho ―me señaló con el dedo― ganarán dinero de verdad.
Cassone se recostó sobre la silla y comenzó a silbar So What de Miles Davis, esperando mi respuesta con una formidable arrogancia.
En ese momento, volví a sentirme como una diminuta marioneta que ofrece sus hilos a una enorme mano para que la mueva, y el Sr. Frankie estaba encantado de ser esa mano; mi titiritero.
―Está bien ―respondí, aceptando el trato.
―Bravo, chico, bravissimo. ―Se levantó y se colocó las solapas de su americana inexistente; viejos hábitos, supongo. Luego, se dio la vuelta y caminó con paciencia y sin dejar de silbar hacia el lugar por donde había entrado. Golpeó la puerta tres veces y el carcelero no tardó en abrir―. ¡Ciao, bambino! ―se despidió con una elegante reverencia y una sonrisa perversa.
Han pasado cincuenta y tres años desde el pacto con Frankie Cassone en aquella estancia penitenciaria de McNeil Island. Cincuenta y dos y medio, para ser exactos, desde el día en que quise, con toda la soberbia de la juventud, romper las cadenas de mi fiel fatalismo.
Como se imaginarán, acepté la pelea con Jimmy Norris pensando en dejarme vencer. Sin embargo, desde el encuentro con Cassone, no paró de acrecentarse en mí la sensación de haber perdido el timón de mi vida para la eternidad. Sus palabras se repetían de manera esquizofrénica en mi cabeza, una y otra vez, retumbando, reiterándose, retorciéndose, doblándose como un alma desesperada en un laberinto sin salida: «necesito que suicides todo lo que eres hasta que no quede nada de lo que siempre has creído ser». Así siguieron durante días, atormentándome, hasta que al final comprendí que formaban parte de un aviso de mi conciencia; yo pertenecía al mundo de las ratas íntegras y no al de los hombres embarrados. Por eso cambié de opinión, por eso decidí engañar al mismísimo diavolo y ganar a Jimmy Norris.
Del combate no recuerdo nada, tan solo que me desperté semanas después en una oscuridad perpetua. Mi padre me contó que esa noche me dejé el corazón en el ring y también la vista: desprendimiento severo de retina. Por lo visto ―discúlpenme el chiste―, Jimmy Norris no era un boxeador de segunda; el tipo tenía experiencia, era muy duro, hartamente sucio y, lo más peligroso de todo, peleaba por un bistec como diría Jack London.
Era irónico, tenía que dejarme perder ante un peleador al que no podía ganar. Aun así, pretendí cambiar mi sino y me acogí a lo que había creído ser con toda mi alma. Por ese motivo, intenté alzarme con la victoria hasta las últimas consecuencias, pero Norris tenía hambre y yo solo era un humanista de vientre lleno al que hicieron boxeador por mandato.
Al final, Cassone, como hombre de negocios, se salió con la suya y ganó una suma significativa de dinero apostando en mi contra ―que el diablo nunca pierda es otro viejo hábito, supongo―. Por mi parte, mi tragedia completó su función con la derrota ante Norris y con la pérdida completa de mi visión; sin embargo, me ofreció la catarsis y la certeza de que todo ser humano es al mismo tiempo puño y letra, determinismo y arbitrio. En mi caso, el destino amargo e inamovible de una ceguera edípica; el dulce albedrío de una oscuridad borgiana que ve ante una luminosa biblioteca interminable.
Ismael López Gálvez.
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