Existe un denominador común entre la filosofía y la religión, que es el hecho de que ambas nacen de la necesidad del ser humano de creer en una entidad suprema regidora el universo, una suerte de orden creador de la naturaleza y de todo cuanto existe que otorgue, por una parte, un propósito a la existencia humana y, por otro, una justificación a la ética y moral por la que se rigen los individuos y, de forma más general, las sociedades.
Precisamente esto es algo que se ha asociado en muchos casos, y de forma errónea, con la idea de Dios entendida desde la concepción religiosa tanto occidental como oriental, además de la de los diferentes pueblos a lo largo y ancho de la costra terrestre; más aún, existe en el imaginario colectivo una especie de asociación de la figura de Dios (llámese Dios, llámese Alá, llámese Yahvé, llámese Krishna) exclusivamente con las concepciones religiosas, como si la filosofía tanto antigua como moderna no se orientara también precisamente en torno a esa idea, a esa entidad.
La filosofía se puede circunscribir fundamentalmente a tres ámbitos, que son la ética, la política y lo que convendremos en definir como las cuestiones trascendentales. Pero sucede que estos tres ámbitos son también los campos en los que se mueve la religión: la religión proporciona una ética, unos valores morales que seguir; proporciona una forma de organización política de las sociedades con base en esos principios y proporciona una respuesta a las cuestiones trascendentales, a esa necesidad inmanente de creer en una entidad, lo que algunos autores han referido como un Gran Hermano orwelliano. De hecho, la religión es, en esencia, filosofía dogmática. Pero no es correcto pensar que sólo la religión se fundamenta en esa entidad suprema, ya que, como veremos a continuación, todos los filósofos a lo largo del mundo y de los tiempos han basado su pensamiento en entidades que representaban fundamentalmente lo mismo.
Nótese que el título de la presente obra está diseñado intencionalmente como una referencia al célebre poeta y autor español Fray Luis de León y a su obra De los nombres de Cristo. Esto se debe precisamente a la similitud entre ambos trabajos; donde Fray Luis de León habla de los diferentes nombres con que se hace referencia a Cristo dentro de la teología católica y las sagradas escrituras, nosotros nos centraremos en hacer esencialmente lo mismo pero ciñéndonos al ámbito filosófico.
Nos remontaremos, en primera instancia, a los filósofos presocráticos, que constituyen probablemente la primera aparición o formación de un pensamiento filosófico estructurado y alejado del mito en el ámbito occidental. Estos pensadores definían una entidad a la que denominaron nous, y que venía a representar algo así como la porción superior del alma, la parte más divina y menos humana del ser humano. También en este grupo se incluye a Anaximando de Mileto, quien sustituyó el término nous, mucho más vago en este sentido, por el concepto de apéiron (ἄπειρον , “lo indeterminado”), que representa el principio de todas las cosas, y que se caracteriza por ser inmortal, eterno, indestructible y causa de todo lo que existe. Vemos que las semejanzas con el dios de las tradiciones abrahamánicas empiezan a ser evidentes.
El siguiente pensador de la lista, Platón, también hablaba del nous aunque de una forma un tanto diferente, entendiéndolo no como parte divina del alma sino como capacidad racional. En su caso, la entidad suprema se verá encarnada en la figura del Demiurgo (Δημιουργός), palabra de difícil traducción pero que viene a significar algo así como “el hacedor de las cosas” o “el creador”.
También lo encontramos en el discípulo de Platón, Aristóteles, constituyendo dicha entidad en la figura del primer motor inmóvil o la causa primera (ὃ οὐ κινούμενος κινεῖ , “aquello que mueve y no es movido” en el griego original), la cual nos refiere en su Metafísica. No obstante, encontramos ya aquí una diferencia fundamental entre Aristóteles y su maestro, que es la búsqueda de esa entidad en base a la lógica y las proposiciones racionales y argumentadas. Para Aristóteles, la capacidad racional es la que nos permite alcanzar a conocer la existencia de esa causa primera, frente a la revelación divina o el dogma que encontramos en otros sistemas de pensamiento. Cabe recalcar que es precisamente ese primer motor inmóvil aristotélico de donde se deriva el dios que nosotros conocemos, el de las tradiciones abrahamánicas, y varios siglos más tarde Tomás de Aquino tomará los argumentos empleados por el propio Aristóteles para defender esa causa primera y les dará una vuelta de tuerca, adaptándolos a su dios, el Dios católico o cristiano, en definitiva.
Con el advenimiento en Europa del cristianismo y de la filosofía, o más bien, la teología cristiana, vemos que los dos grandes pensadores del pensamiento occidental, Agustín de Hipona y el ya mencionado Tomás de Aquino, van a reforzar esa idea ya planteada en el mundo antiguo, pero cristianizándola. De hecho, gran parte de los argumentos utilizados por los deístas y creyentes en la actualidad provienen precisamente de los argumentos aportados por Aristóteles en la Metafísica o por Tomás de Aquino en la Summa theologica.
Observamos de ahora en adelante como todo aquello que ya fue planteado por los filósofos y pensadores clásicos constituirá la base y raíz del pensamiento occidental moderno, no solo en el caso de los escolásticos sino también en el resto de corrientes que predominaron durante la Ilustración y las edades moderna y contemporánea. Esto se ejemplifica en el caso de los idealistas alemanes, empezando por Kant, que se limita a traer de vuelta el pensamiento idealista platónico. Él va a crear una nueva entidad suprema basada en el concepto de las ideas, mediante la división de la realidad entre el fenómeno (la realidad tangible y perceptible) y el noúmeno, la realidad no perceptible, que viene a representar ese ser en sí mismo, esa idea suprema, alejada de la realidad fenoménica y perceptible, a la cual el ser humano no puede acceder. Así como Kant hicieron sus seguidores, pasando por Fichte y por Hegel, con su concepto de lo Absoluto, y por supuesto otros pensadores posteriores que, si bien no son considerados formalmente idealistas, sí parten de un postulado común, que es la creación de entidades supremas y ajenas al hombre; precisamente esa entidad a la que hemos venido refiriendo a lo largo de todo el texto.
En este punto es necesario hablar de Nietzsche, quien nos habla de la muerte de Dios, o de los dioses en general, y esto supone para él no solo la destrucción de todo en lo relativo a las cuestiones trascendentales, llevando a su nihilismo y existencialismo, sino que además para él los valores éticos propuestos por la existencia religiosa y que se habían encarnado, por ejemplo, en el código moral de la Iglesia católica o el resto de pensamientos religiosos, ya no eran factibles y debían ser suplantados por una nueva entidad. Esta entidad será el Übermensch, el superhombre, que supone trascender la consciencia para alcanzar una especie de grado superior de existencia, esa entidad suprema en base a la que justificar la moral y la ética. Nietzsche va un paso más allá y convierte a los hombres en dioses, en lugar de crear dioses ajenos al ser humano e inalcanzables; quizá de ahí venga parte del éxito y difusión que tuvieron, en algunos casos con consecuencias catastróficas, sus ideas.
Otros filósofos contemporáneos a Nietzsche también necesitan esa entidad, por ejemplo, el pesimista Schopenhauer con su concepto de voluntad, entendida como la fuerza vital, aquello que mueve todo lo que existe. Vemos que tanto Nietzsche como Schopenhauer, vehementemente ateos, necesitan creer en Dios, pero al ser incapaces de hacerlo, crean nuevos “dioses”, diferentes a los dioses religiosos en muchos sentidos, pero muy similares, si no iguales, en esencia. En este caso, no es Dios el que hace al hombre a su imagen y semejanza, sino que es el hombre el que crea los dioses “a su imagen y semejanza”.
No sólo se limita la necesidad de la entidad superior al campo de la filosofía, sino que, en relación a ésta, encontraremos conceptos similares en diversos ámbitos. Quizá el ejemplo más conocido y que mejor represente lo que pretendemos explicar sea el Inconsciente de Sigmund Freud, padre del psicoanálisis, que en gran medida basa su concepción de la psicología clínica en el idealismo y, específicamente, en los planteamientos de Nietzsche. El Inconsciente, de nuevo, representa esa entidad, ese ser, ajeno al control del ser humano y en gran medida incognoscible por el mismo, que en este caso constituiría la base del pensamiento y comportamiento humanos.
Este mismo patrón lo encontramos también en los grandes autores de finales del siglo XIX y principios del XX. Por poner algunos ejemplos, en Dostoievsky o Unamuno con el Dios cristiano, Ortega y Gasset con su “ser fundamental”, María Zambrano con la idea de “lo divino”, Baudrillard con su “simulacro”, o en el pensador y teórico nazi Martin Heidegger, quien convierte al daséin (palabra que no es traducible al español), el “ser en sí mismo”, en la entidad suprema, y todo lo reduce a esa entidad suprema ficticia a la cual necesita para poder dotar de sentido y explicación al mundo y a la existencia.
Precisamente el pensamiento heideggeriano tendría una increíble influencia en la segunda mitad del siglo XX, y su concepto de daséin no solo sería aceptado por muchos pensadores sino que también serviría como base para el desarrollo de otras entidades similares: Gilbert Simondon nos hablará del “devenir del ser” o la “individuación del ser”, fundamentalmente inspirado también en otros conceptos del pensamiento de Heidegger; Gilles Deleuze nos hablará de la Identidad; Bernard Stiegler nos presenta a la Técnica, que de igual forma que el daséin de Heidegger tiene una relación indivisible y necesaria con el concepto de tiempo.
Concluimos, pues, que si bien la filosofía tradicionalmente ha venido separándose de la idea de Dios que nos presentan las grandes religiones, esa necesidad de creer en entidades supremas está muy presente en el pensamiento occidental (también en el pensamiento y las formas religiosas del mundo oriental y otras latitudes, aunque no lo hayamos profundizado como se merece ni apenas nombrado por no ser el objeto del presente ensayo); religión y filosofía nos han presentado entidades que son formalmente diferentes, pero esencialmente idénticas.
Bibliografía
Aristóteles (2014). Metafísica. Barcelona: Editorial Gredos.
Deleuze, Gilles (1997). Identidad y poder en las sociedades de control. Granada: Universidad de Granada.
Freud, Sigmund (2022). El Yo, el Ello y otros ensayos de metapsicología. Madrid: Alianza Editorial.
Hegel, G.W.F. (1966). Fenomenología del espíritu. México DF: Fondo de Cultura Económica de México (consultado en https://www.proletarios.org/books/Hegel-Fenomenologia_Del_Espiritu.pdf).
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Heidegger, Martin (2019). Ser y tiempo. Santiago de Chile: Editorial Universitaria.
Kant, Immanuel (2014). Crítica de la razón pura. Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.
Nietzsche, Friedrich (2011). Also sprach Zaratustra. Madrid: Alianza Editorial.
Perrier, Joseph Louis (2013). The Revival of Scholastic Philosophy in the Nineteenth Century. Nueva York: Columbia University Press.
Platón (1999). Timeo. Buenos Aires: Ediciones Colihue SRL.
Platón (2014). Fedro. Barcelona: Gredos.
Schopenhauer, Arthur (2010). El mundo como voluntad y representación. Madrid: Alianza Editorial.
Simondon, Gilbert (2007). El modo de existencia de los objetos técnicos. Buenos Aires: Prometeo.
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Francisco del Bosque Nuboso (pseudónimo de MSC)
Nace a principios de siglo en la provincia de Córdoba. Ha escrito diversos ensayos y artículos de tirada limitada y temática variada, incluyendo Contra el idealismo, El desarrollo sostenible y otros mitos de la sociedad de consumo y Posmodernidad y consumo: el capitalismo como fin de la historia. Desde hace varios años dedica buena parte de su tiempo a la lectura e investigación, así como a la redacción de comentarios y análisis sobre obras de diversa índole.
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