RESEÑA

Alfonso Larrea: un poeta abisal.


No son pocas las voces que se alzan por encima de las demás en un intento desesperado de hacernos comprender que la última esperanza de la Humanidad está en las simas abisales de los grandes océanos, donde deambulan unas criaturas tan extrañas y tan bellas, que parecen visitantes de otros mundos y que, además, guardan secretos inesperados, algunos de ellos firmes candidatos a acabar con enfermedades a las que no conseguimos extinguir o, al menos, reducir a meros alifafes. En esas simas abisales, con la tranquilidad de saber que sus condiciones de vida son opuestas a las del ser humano, podemos, por fin, contemplar la acongojante belleza de lo raro y de lo poderoso, de lo onírico y de lo inalcanzable. Lo mismo sucede con la literatura y muy especialmente con la poesía. Existen unas simas abisales poéticas y unos poetas abisales (con Alfonso Larrea a la cabeza) que realizan su trabajo en total oscuridad y a los que solamente podemos acceder si contenemos la respiración y descendemos adonde nadie se atreve a llegar, con el riesgo de quedarnos sin oxígeno a mitad de camino y con la certeza de la que recompensa, si damos con ellos, no es que merezca la pena, es que merece la vida entera. Son poetas (narradores, dramaturgos, ensayistas) que viven donde los otros poetas, los de la vana superficie y los de la tosca tierra, no pueden vivir: un hábitat de doble ceguera, la de sus ojos hacia los editores y la de los ojos de los editores hacia ellos, iluminados internamente por la belleza que crean, pacientes ante la posibilidad (remota entre lo remoto) de que su talento extraterrestre alumbre las cada vez más oscuras despensas de la literatura nacional y llegue el momento en que obtengan lo que se merecen por derecho congénito: la gloria de las letras, que es la madre de todas las glorias.


Alfonso Larrea acaba de escribir y de publicar el mejor poemario en castellano del siglo XXI (Luz de horizontes inmolados) y solamente hay que leerlo (y entenderlo) para darse cuenta de que esto que afirmo es tan verdad como que el agua moja y el cielo, visto desde la tierra, parece azul. Alfonso Larrea se ha lanzado a tumba abierta a conseguir el ideal de la poesía, aquello que hace que cada verso del mundo sea un fracaso, es decir, que la palabra poética sea lo mismo que aquello que poetiza. Que mi palabra sea la cosa misma, creada por mi alma nuevamente, decía Juan Ramón Jiménez y Alfonso Larrea no sé si lo consigue, pero es el poeta que más cerca se queda de conseguirlo. Es lo que hacen los autores abisales: inventar proyectos inalcanzables para los que no son como ellos, levantar majestuosos castillos de belleza y después olvidarlos y abrir el cajón del alprazolam y del loracepam con el propósito, no menos difícil, de habitar un mundo que no les llega a la suela de su inteligencia, mucho menos de su sensibilidad.


El poeta Alfonso Larrea, en Luz de horizontes inmolados, en las fértiles penumbras de su soledad, de sus adicciones, de sus mudanzas, de sus fracasos, de sus heridas cerradas en falso, de su universo abisal, en suma, ha tomado el mundo entero como objeto poético y no es que haya suturado sus heridas con un hilo de compasión para hacerlo aparentemente más habitable, sino que ha descosido sus cicatrices (las viejas y las de ahora) para mostrarnos su pestilencia y su fuente de pus. Alfonso Larrea no es que tome conciencia social y ondee la bandera del testimonio y la denuncia, es que, paradójicamente, se pone el traje de lo más antipoético que nadie puede imaginarse, esto es, de notario, para registrar, con una estremecedora belleza, cada una las gotas de esa lluvia de azufre que acabará con nosotros y con las civilizaciones que hemos levantado: el desapego al dolor del otro, el monstruo durmiente de la contaminación, la tierra resquebrajada que acabaremos lamiendo, la amorfa ilegalidad humana, el giro de la moneda que va rapando las selvas, la palabra economía (la más fea de todas las palabras), la certeza de que alguien, en algún lugar, se estará riendo y golpeándose con las palmas de las manos su rotunda barriga de ídolo tibetano.


Nada más desalentador que la evidencia de que ya nos hemos sentado en los bancos del gran mirador a observar cómo aniquilamos nuestro mundo y nada más rocambolesco que este tiempo en que vamos advirtiendo, a nosotros mismos y a quienes nos quieran escuchar, de que estamos resbalando vertiginosamente hacia nuestro propio final. La tragedia última es inevitable (y cercana) y se levanta como un tsunami que se interpone entre nosotros y el sol y nos deja a oscuras y finalmente nos sepulta. En un infinito valle de escombros, el ser humano no será sino brazos verticales que asoman entre las piedras.


Hemos terminado. Ya no queda nadie. Es tarde para reflexionar y darnos cuenta de que todo pudo haber sido de otra manera. Todo, el mal que nos hemos infligido, el desprecio con el que nos hemos tratado, solamente ha sido una elección, digamos, aleatoria. Nada nos impedía haber elegido el otro camino.


La segunda parte del libro nos puede recordar la distopía o la literatura del apocalipsis, pero se trata de algo mucho más fino, mucho más elegante. El mismo poeta que denunció nuestras atrocidades es el que confirma la muerte del mundo y el fin de las civilizaciones y es también el que se despide, el que va diciendo adiós. El poeta, como única voz en el eco del vacío, da las buenas noches eternas a unos cuantos elementos que, esta vez, no han sido elegidos al azar. Es el momento en que Alfonso Larrea se agarra las costillas y se las separa y nos muestra su corazón, que no bombea sangre, sino eso de lo que está hecha la poesía. Dice adiós a la ansiedad, que tantas veces, al mismo tiempo, exacerbó y atrofió su pluma; dice adiós a las dudas, sin las cuales el poeta no podría cumplir su obligación de sentirse un falsario y un impostor; dice adiós al dinero, el reverso oscuro de la obra maestra, satisfecho de ser, por fin, inalcanzable para él; dice adiós al fuego, locomotora y último vagón de la vida; y después de decir adiós  a todo cuanto lo ha edificado, dice que solamente echará de menos la cama y el lector avezado sabe que  la cama lo es todo, la cama es el descanso, la cama es el sueño, la cama es el dolor, la cama es el aburrimiento, la cama es el placer, la cama es el horror, la cama es la enfermedad, la cama es el embudo en el que el poeta y la poesía giran juntos y forman la abominable espiral de la existencia humana.


La tercera y última parte del libro es la vida post-humana, donde fulge hermosamente la luz (recordemos el título del libro) de nuestra ausencia. El universo, en toda su inabarcable inmensidad, va apagando las luces y dirigiéndose a un punto de fuga, a una única célula que nos libera de nuestro enemigo más atroz, el único absolutamente invencible: el tiempo.

 

Alfonso Larrea, con este poemario, entra por la puerta grande de la literatura, aunque sea, desgraciadamente, de la literatura abisal. Quiero hacer hincapié en el ritmo mantenido de la primera parte del libro, donde todos sus poemas parecen haber sido escritos con diapasón. También debo incidir en el endecasílabo del segundo libro, las once sílabas, al mismo tiempo, más dúctiles y más contundentes de todas las que he leído en este tramo de siglo. En la tercera parte, Alfonso Larrea alarga el verso hasta acercarlo a los límites de la prosa, una decisión luminosa, coherente con el final de todo lo existente, incluida la poesía.


Quiero terminar esta reseña confesando que a veces me he detenido en un verso y lo he leído decenas de veces, preguntándome dónde estaba escondido, adónde fue Alfonso Larrea para encontrarlo, debajo de qué piedra milenaria.


Jóvenes y viejos poetas, leed este libro: los primeros os sentiréis iluminados y comprenderéis a que nos referimos cuando hablamos de la verdadera poesía; y los segundos, después de leerlo una vez en casa y una segunda vez a escondidas, lo convertiréis (qué duro es que el talento ajeno pisotee el ego propio) en el crucifijo que Salieri arrojó a las llamas.

 

 

Larrea, Alfonso (2024): Luz de horizontes inmolados. Sevilla, Ediciones en Huida.

Puedes comprarla aquí y aquí.



David Llorente:

Madrid, 1973. Novelista y dramaturgo: director de la compañía Séptimo Miau: profesor de Literatura en Praga y Madrid: ha publicado las novelas Kira (1998, Premio Francisco Umbral de Novela Corta), El bufón (2000, Premio Ramón J. Sender), Ofrezco morir en Praga (2008), De la mano del hermano muerto (2010), Te quiero porque me das de comer (2014, Premio Silverio Cañada), Madrid:frontera (2016, Premio Dashiell Hammett y Premio Valencia Negra), Godot: príncipe de Dinamarca (2017), La luna cangrejo (2018) y Europa (2019): su obra dramática, representada y premiada en Centroeuropa, está recopilada en Los árboles dormidos (2009), junto a las obras Roja Caperucita (2015) y Los cisnes de Chernóbil (2019).