Apenas había amanecido. El sol se postraba glorioso y mastodóntico ante mis llorosos ojos, y una brisa fresca azotaba mi melena revolviéndola a lo loco. La luz comenzaba a inundar las calles de una ciudad muda, apagada y repleta de secretos; secretos que sólo ella conocía y que para muchos sería mejor olvidar.
El estruendoso sonido de un autobús urbano me despertó del estado de ensimismamiento en el que me hallaba. Para bien o para mal, lo que viví aquella noche fue real, pero era mejor mantenerlo como eso, como un secreto más anclado en la acera de un barrio que me vio perderme entre sus calles de papel mojado.
En el bolsillo de la chaqueta de aviador que encontré en un viejo mercadillo a las afueras del pueblo al que solía acudir para obtener provisiones, guardaba como oro en paño la dosis de ese día, del último día. Lo palpé por fuera para cerciorarme de que no me la habían robado y que, al menos durante unas horas, podría permanecer en ese ansiado estado de calma al que mi cuerpo se enclaustró.
– Buenos días– se pronunció el chico que siempre se encargaba de abrir las puertas de la cafetería a la que los más madrugadores acudían cada mañana.
No me pronuncié, tan solo le ofrecí un gesto de cordialidad y me senté en el suelo a la espera de recibir la llamada que tanto ansiaba. Pasaron los minutos y nada.
– ¿Todo bien?–insistió el chico de ojos azules que reflejaban la calma del mar.
– Sí. Estoy esperando a un amigo.
– ¿Una noche larga?
– Una noche más.
En su expresión se dibujó la conmiseración y el espanto. ¿Quién era exactamente la chica que había frente a él y por qué la vida parecía pesarle tanto? Una imbécil empecinada en echarlo todo a perder, hubiese sido mi respuesta.
El joven se adentró en el bar y se dispuso a preparar los primeros cafés de la mañana. El olor a tostadas recién hechas y los sonidos de las cafeteras me trasladaron a un nuevo estado de éxtasis. Echaba de menos aquella vida, la de la gente corriente, la de quienes no se pierden durante el camino, la de quienes aún conservan la fe, la de quienes luchan por algún sueño, la de quienes aún se aferran a la vida y rehúyen de la muerte.
– ¿Tienes fuego?–le pregunté a una señora de mediana edad con el pelo trenzado. No parecía ser peligrosa.
Me miró de reojo y desvió la mirada hacia el supermercado que había frente a nosotras. 24 horas abierto, pude leer con algo de dificultad.
–¿Quieres algo de comer?
Aquella pregunta me desconcertó completamente. En mi cartera había dinero suficiente para otra dosis e incluso para comprar la carne más cara del mercado. ¿Qué le hizo pensar a aquella desconocida que la calle era mi refugio?
–No, gracias, estoy bien.
–Te lo digo en serio, sé lo que es estar en esa situación y no puedo irme a trabajar viéndote así.
–¿Así como?
–Bueno, ya sabes.
Me levanté de un brinco y con odio en la mirada crucé la avenida y busqué un lugar seguro, un lugar en el que nada ni nadie pudiera observarme, donde pasar desapercibida fuera posible.
Ya había amanecido por completo. La boca del metro estaba abarrotada, cientos de coches se paseaban a gran velocidad por la carretera mientras otros optaban por desplazarse a pie. Yo, mientras tanto, permanecía sentada en la entrada de un antiguo bar abandonado desde hacía tiempo. De allí nadie me echaría.
La intensidad con la que el sol bañaba con sus rayos el hormigón del poyete en el que me encontraba echada provocó una reacción casi inmediata en todo mi cuerpo. Debía volver a casa, al fin y al cabo, ya eran más de las 9 de la mañana y el tránsito en las calles aumentaba por momentos.
Estaba a sólo unos doscientos metros del majestuoso piso en el que tenía la oportunidad de residir. Mi hogar, un hogar con unas vistas inmejorables envidiadas por cualquiera, pero que nunca supe apreciar. Quizá porque el dolor no sólo surge donde duele o existe la ausencia, sino también donde la vida nace a borbotones. Cada uno decide cómo concluir su historia, por egoísta que parezca.
Una vez en casa, me miré al espejo y el asombro se adueñó de mí, me consumió por completo y tuve que buscar cobijo entre las sábanas; me quedé hecha un ovillo y respiré hondo. Y es que esa no era yo. Esas arrugas no me pertenecían.
¿Cómo es posible que diez años hayan transcurrido en apenas un par de horas? ¿Acaso aquello era real o fruto de mi imaginación?
Quise pensar que se trataba de la segunda opción y que cuando volviera a la realidad, tras superar los efectos que la dosis que ingerí aquel día provocaron sobre mí, mi rostro seguiría siendo el mismo de siempre.
Pero la ingenuidad no es más que un fantasma que se viste de ilusión para alejarnos de lo agrio del momento, una falsa ilusión, una estúpida forma de hacernos creer que siempre estaremos a salvo. Pase lo que pase.
Tranquila, no pasa nada. En un rato todo volverá a estar bien. Simplemente, confía. Me dije a mí misma con los ojos llorosos y un brillo inusual en mis pupilas.
Debía salir de allí, abandonar mi habitación y encontrar respuestas en algún lugar, por recóndito que fuera. Y es que esas cuatro paredes repletas de recuerdos y pinturas que algún día significaron algo para mí, habían comenzado a ahogarme. Ya ni siquiera en mi propia habitación me sentía a salvo, ni siquiera en casa. Quizá ya no tuviera un hogar.
Y me acordé de ti, y de ella, y de él, y de nosotros, y de lo que fuimos y siempre soñamos; me acordé de mi infancia, de los muñecos a los que daba vida con un poco de imaginación, de las noches viendo la tele hasta caer derrotada por el cansancio, de los viajes en familia y de los días que tanto merecieron la pena; me acordé de mis ilusiones, de mis ambiciones y sueños caducos, de los abrazos rotos que llegaron a tiempo para sanar los pedazos de un corazón moribundo, hecho añicos; me acordé de mi infancia, de mi adolescencia y de parte de mi juventud; me acordé de todo aquello que un día dotó a mi vida de algún sentido; me acordé del día que dejamos de jugar…Y cómo duele apreciarlo todo ahora desde una perspectiva tan corroída y rota, pero sobre todo letal; y cómo duele saber que la niña que siempre lloraba al recibir visita en casa, hoy la busque entre el silencio que se esconde en la calle; y cómo duele saber que nada de lo que me hizo ser quien fui hoy se mantenga en pie. Pero llegó el momento de crecer, de madurar y orientar el destino hacia un punto fijo. Lástima que me haya perdido en el camino.
Quizá recordar sea, al mismo tiempo, la forma más bonita y cruel de hacernos pensar en el ayer. Pero, a veces, y sólo a veces, es necesario echar la vista atrás para comprender el origen del hoy y de todo lo que nos acompaña.
En fin, de repente, había envejecido otros cuantos años y ya no sólo eran arrugas lo que vislumbraba en el espejo. No entendía el porqué de aquello, ni siquiera el porqué del rumbo que había decidido tomar por mi propia voluntad.
Sobre la mesa, junto a una bolsa precintada, se encontraba mi perdición. Tan apuesta como siempre, tan letal como siempre. Y no, no había encontrado aún el modo de escapar de ella y de sus tenebrosas garras. Y, entonces, caí, caí de nuevo y me entregué por completo a su ardua voluntad.
Me marcho. Me dije a mí misma tras comprobar la batería del móvil. No tardé más de media hora en acicalarme y cerrar la entrada de un portazo. Necesitaba respuestas y estaba dispuesta a encontrarme con ellas.
De modo que abandoné mi portal con la clara intención de dirigirme hacia un lugar que siempre me había causado intriga: la pequeña tienda de libros antiguos que se encontraba al torcer la calle a la izquierda. Me apetecía respirar y sentir el olor de unas páginas amarillentas y carcomidas por el paso del tiempo, pues quizá allí encontraría la respuesta a por qué había comenzado a envejecer tan deprisa y sin previo aviso. A fin de cuentas, qué mejor que un libro para comprender qué es el paso del tiempo, marchitarse, apagarse… Ellos son los únicos supervivientes intergeneracionales, el nexo entre un anciano y un recién nacido, la mirada atrapada entre los que llegan y los que parten. Sólo ellos nos ven envejecer eternamente.
La librería desprendía, desde varios metros de lejanía, el acogedor olor de las páginas que esconden nuestros motivos, miedos y respuestas. Una sensación de la que no pude deshacerme ni aun estando allí, inmersa entre los lomos de libros que habían soportado y observado tanto que sólo la amnesia puede hacerte huir de ellos.
Me interesé por un par de títulos, aunque debía gestionar mi tiempo y centrarme en aquel que me concediera una respuesta clara. Pero en ese instante, mientras meditaba acerca de las razones que me habían llevado hasta allí, unas mujeres vestidas de negro se aparecieron ante mis cristalinos y abatidos ojos.
No comprendía el porqué de su presencia, pero tampoco el de mi forma tan cruel y acelerada de envejecer. ¿Y si en ellas se encontraba la respuesta?
Y, efectivamente, una de ellas lo hizo, me mostró un libro titulado “El día que dejamos de jugar”. En su interior no había capítulos, ni siquiera palabras, o, al menos, más allá de las que mostraban el nombre de la editorial y la fecha de publicación. Pero supe que era el indicado, aquello que estaba buscando.
– No hay mayor enemigo que el que escondes dentro – me susurró al oído. Pero, ¿a qué se refería exactamente? ¿Se trataba de un simple consejo o de una advertencia?
¿Quería decir aquello que el origen de mi decadencia no era otro que yo misma? La respuesta, como era de esperar, no sería fácil de hallar.
Hojeé el libro sin prestar demasiada atención a las imágenes que observaba, pero todas me recordaban a alguien, a mí. Eran mis brazos repletos de sangre seca, mis ojos llorosos, mi mandíbula desencajada, los muñecos con los que un día tuve la suerte de jugar, las excursiones del colegio, las meriendas de pan con chocolate, los abrazos atrapados en un suspiro que no llegaron a tiempo...
– ¿Quién eres? – le pregunté a la señora vestida de negro que me susurró al oído.
–La pregunta es ¿quién eres tú y qué te estás haciendo?
Su respuesta me dejó completamente helada, aniquilada, abatida. ¿Qué estaba haciendo conmigo misma? Y de manera inconsciente deslicé la yema de los dedos por mi necrosada piel. Pude sentir las arrugas, el modo en que se apelmazaban unas sobre otras y los pliegues que se dejaban entrever tras tanto llanto reprimido.
Había vuelto a envejecer. Mi aspecto se asemejaba más al de un enfermo terminal que al de una joven en pleno descubrimiento de sus verdaderas inquietudes. Pero lo cierto es que no comprendía nada… ¿Por qué en menos de un par de horas había envejecido de aquella manera?
–Me lo llevo. ¿Cuánto es? – le dije al señor de barba canosa y pelo crespo que había tras el mostrador.
–Tres euros. ¿Tarjeta o efectivo?
Sacudí mis bolsillos con la esperanza de escuchar el sonido de unas cuantas monedas impactando entre ellas, pero nada. Me lo había gastado todo en la última dosis.
–Tarjeta, por favor.
Al salir de la librería fui consciente de que no sólo mi piel había envejecido. Apenas podía flexionar las rodillas y mi paso se había desacelerado notablemente. De repente, me había convertido en una anciana. Pero las señoras vestidas de negro seguían ahí. A mi lado. Aún no se habían marchado, ni tenían la intención de hacerlo. Una de ellas, con la que aún no había tenido la oportunidad de cruzar palabra alguna, se escondía bajo la penumbra de un pañuelo bordado con siluetas de ángeles y otras figuras bíblicas. Lo cierto es que su aspecto era espeluznante, capaz de amedrentar hasta al más valiente.
Decidí cambiar el rumbo de mis pasos con la intención de despistarlas y comprobar si realmente me estaban siguiendo. Y así era. Nada más torcer levemente mi torso hacia la izquierda, ambas hicieron el amago de girar su cuerpo en esa dirección. ¿Qué querían de mí?
Finalmente, me hice a la idea de que me acompañarían en todo momento. Pero su presencia no iba a modificar mi rutina en absoluto. Una parada en un banco para liarme un cigarro y proseguir con el camino. Una parada que, como siempre, se prolongó más de lo esperado.
Junto al tabaco, en un pequeño chivato que había adquirido un color rosáceo, se encontraba otra de las dosis a las que no podía resistirme. La vi tan apuesta y galante que no pude evitar corromperme y caer rendida a sus pies.
No importaba en absoluto que aquel no fuera el lugar más apropiado para disponer en línea recta la perdición que guardaba en mis bolsillos. Que hubiera niños a escasos metros jugando, gritando, ignorando la sangre que emanaba de sus rodillas y demostrando lo hermoso que es vivir sin que la vida duela; tampoco fue motivo para cohibirme. Al contrario, lo deseé más, con más fuerzas y ganas que nunca. Quería machacarme y humillarme a mí misma, demostrarme que lo que empezó siendo un juego ya había acabado conmigo.
Y es que al igual que el resto de mi condición, me dejé embelesar por sus mentolados labios de comisuras desgastadas, por sus manos de porcelana y ojos de cristal, por su encanto y elegante forma de seducir, por el modo en que sus mejillas se sonrojan cuando una mirada queda clavada en lo opaco de su rostro, por su sencilla forma de arder, por la sutileza con la que te consume, por la forma en que su boca pronuncia promesas que jamás fueron ni serán ciertas. Y, en definitiva, por todos los infiernos que la acompañan.
– En breve comenzarás a sentir un hormigueo en las piernas – me advirtió una de las señoras de negro.
–¿Por qué?
–Lo sabes bien. Porque estás envejeciendo. Y lo seguirás haciendo. Y ni tú misma podrás reconocerte en el espejo, a no ser que decidas dejarlo ya.
– ¿El qué?
– Lo sabes bien, querida.
Lo primero que pensé es que esas dos señoras eran fruto de mi imaginación, pero su persistencia y prolongación en el tiempo me hicieron creer que quizá fueran más reales de lo que imaginaba y que su presencia tan solo era una advertencia. ¿Por qué les importaba que estuviera arruinando mi vida? ¿De qué me conocían?
Y entonces me adentré en las páginas del libro que hacía unos minutos había adquirido. Seguía oliendo a viejo y aquello me resultó entrañable, casi tanto como los muñecos playmobil que pude observar en la página treinta y dos. Ojalá volver a esos días en los que soñar era posible.
Aunque por un momento lo hice, pude perderme entre instantáneas que desprendían olor a naftalina y a la humedad del trastero del apartamento de la playa, que daban vida a los lienzos que imaginaba sobre mi cabeza antes de ir a dormir, a las monstruos debajo de la cama y también a los que se escondían en el armario, a la crema de cacao que untaba sobre una rebanada de pan, a las discusiones por ver quién se hacía con el poder del mando del televisor, a las carreras en el patio del colegio defendiendo unos colores imaginarios, a los días en los que la casa no estaba vacía porque papá, mamá y ellos aún vivían conmigo, a aquellos años en los que la abuela aún me preguntaba qué tal estaba.
La dosis comenzó a hacerme efecto y toda aquella nostalgia se apartó de mí por completo. En cierto modo sentí un gran alivio, pero, por otra parte, fui consciente de que tan solo estaba huyendo, que desde que mis conductas me arrastraron a ello la huída se había convertido en mi mayor aliada. Y yo que siempre pensé que fui valiente.
– A tomar por culo – vociferé cerrando el libro bruscamente y lanzándolo sin piedad al aire.
Las señoras vestidas de negro me miraron absortas. Mi reacción fue desmedida, absolutamente, pero el estado en el que me hallaba me impedía discernir lo correcto de lo meramente vulgar. Era cuestión de estados.
– ¿No había nada mejor para leer? ¿Algo con letras y no solo dibujitos? – les reproché sin ni siquiera dirigirles la mirada. Preferí centrarme en el cogollo de hierba que debió caer de mi bolsillo minutos antes.
–Fuiste tú quien lo eligió. En el camino se te ofrecen diferentes alternativas, pero sólo tú eres quien decide con cúal se queda – sentenció la señora de negro con la que aún no había tenido la oportunidad de hablar.
Llevaba razón. Todas las malas decisiones que había tomado a lo largo de mi vida fueron fruto de mi propia elección. Si me encontraba en aquella situación, tan solo era a mí a quien podía culpar. Decidí que, desde ese día, desde el día en que todo mi mundo se quebró, nunca volvería a jugar.
***
Rehabilitarse para encontrarse.
Aquel día, ese del que hablo como el inicio de un final, estuvo precedido por una de mis rutinarias visitas a un centro al que me había acostumbrado a acudir al menos una vez en semana.
– Buenos días – pronuncié al entrar por la puerta principal.
El segurata, un señor robusto que no separaba la vista del monitor desde el que podía controlar todos los puntos del edificio, me respondió con una media sonrisa y me concedió paso hacia recepción. Tuve que esperar un par de minutos, pero allí el tiempo siempre transcurre a una velocidad de vértigo. Nunca falta algún espectáculo en directo que presenciar. La gente que acude a ese tipo de centros y que se encuentra en esas situaciones, se vuelve demasiado agresiva, brusca y picajosa; pero sobre todo, triste. Ninguno sonríe. O mejor dicho, ninguno sonreímos.
Aparentamos falsa felicidad, falsas sonrisas. Nada más allá de lo que nos permite el último estado de éxtasis, pero la ira nos mueve por dentro. En fin...
– ¿Tienes cita? – me preguntó amablemente el señor que se escondía tras la ventanilla.
–Sí. A la una. Llego puntual – le respondí con una falsa y tímida sonrisa.
–Siéntate un momento, ahora te llama la enfermera. ¿Traes la muestra de orina?
–Sí.
– ¿Y el carné de metadona?
– También. Aquí lo tengo.
–Genial. En nada te atienden.
Me senté junto a un señor que aparentaba unos cincuenta años, pero que no debía superar los treinta. En su rostro pude ver dibujada la decadencia, el dolor, los cientos de intentos fallidos por salir adelante y la desolación. No nos conocíamos, pero estábamos unidos por un mismo destino, por una misma fatalidad. Teníamos tanto en común.
Me detuve a analizar su cuerpo sin mucho descaro. Por suerte, estaba demasiado ocupado arrancándose las costras de los brazos. Demasiados pinchazos en muy pocos días, pensé al analizarlo detenidamente. Pobre, no se merecía aquello. Quizá yo tampoco.
Apareció en la sala una chica, con un aspecto un tanto escandaloso: sin apenas pelo, con la mandíbula desencajada, los ojos rojos, la mirada perdida, el tabique nasal desviado, los brazos consumidos, las uñas negras, la ropa rasgada y unas botas de cuero hasta las rodillas. Se sentó en la fila de sillas que había justo enfrente. Parecía estar un poco mareada o, al menos, desubicada, pero no me quise preocupar por ella. Su aspecto me aterraba, aunque no tanto como el de quienes se me aparecían en la noche. Esos sí que eran mis monstruos. Los monstruos que comencé a ver debajo de la cama.
De algún modo, nunca dejamos de ser niños, tan solo dejamos de jugar.
La enfermera me hizo un gesto con la mano para que bajara a la planta B. Allí el silencio era extraño. Estaba presente en todo momento, como si alguien estuviese tratando de extenderlo en el tiempo, pero continuamente se veía alterado por los sollozos y delirios de quienes esperaban con tesón un remedio, una salida.
Como de costumbre, le entregué a la enfermera el autorregistro semanal con los objetivos, rutinas escogidas y dosis consumidas. Ese era, sin duda, uno de los peores momentos del día. Al fin y al cabo, sobre un simple papel con una textura más áspera de lo normal quedaba reflejado lo que estaba haciendo con mi vida y cómo día a día quedaba menos de mí en ella.
– Dijimos que esta semana limitábamos el consumo a cinco días. Y aquí has anotado siete – comentó mientras echaba un vistazo a la hoja que le acababa de entregar. – Tranquila, es normal que sufras recaídas.
Lo que la enfermera no sabía es que había motivos para aquella recaída y que lo que viviría esa noche lo cambiaría todo para siempre. Quizá ya no eran necesarios nuevos retos, al fin y al cabo mi destino ya había escrito su final.
– Será la última – sentencié tratando de interpretar aquellas palabras como una promesa, pero lo cierto es que ya había tomado una decisión, y si de algo estaba convencida es de que no volvería a ese centro.
Abandoné la sala sin ni siquiera levantar la vista del suelo. Sentía una mezcla de vergüenza, culpa, espanto y rencor; en definitiva, un sinfín de emociones que no era capaz de identificar y que habían comenzado a arrasar con todo. Tan solo deseaba que alguien arrojara una colilla a mi pecho y todo comenzara a arder.
Pero antes de volver a casa, o a cualquiera que fuera mi destino, debía entregar la muestra de orina y solicitarle a mi médico la dosis de metadona para los próximos días. Sin embargo, no lo hice. Me marché de allí sin despedirme, sin detener la mirada en las marcas de guerra de mis compañeros, sin perderme entre la decadencia y sordidez que sólo nosotros podíamos sentir como propia. Me marché sin mirar atrás. Simplemente, me había rendido. Y quien se rinde jamás se rehabilita.
***
Esa noche
Lo que sucedió esa noche podría carecer de importancia para cualquier otro mortal, pero en mi caso estaba convencida de que sucedía algo extraño. Sí. Se trataba de una especie de premonición, o tal vez de una simple advertencia. Una advertencia que, como era de esperar, opté por ignorar una vez más. Apenas quedaba algo de mí en ese cuerpo que deambulaba absorto a altas horas de la madrugada, nada además de unos cuantos recuerdos apelmazados que se empujaban entre ellos por ver quién se hacía con el honor de gobernar la cascada de lágrimas que protagonizaría al regresar a un estado de absoluta sobriedad.
Estaba en la calle. Sola, como de costumbre, con la pequeña diferencia de que había estado bebiendo con un par de desconocidos hasta que decidieron marcharse. Sin embargo, para alguien como yo, que ama los peligros de la noche, la absoluta desinhibición, perder el control, descomponerse y arruinarse, aquello sólo era el comienzo de algo mejor.
Cogí el chivato que guardaba en la chaqueta y, mientras me fumaba un cigarro, fijé mi atención en dos borrachos que había justo en la acera de enfrente. Eran de los míos, fue lo primero que pensé. Por lo que me acerqué a ellos y comenzamos a hablar.
No sé cómo, ni siquiera lo recuerdo, pero esa noche dupliqué mi consumo. Y aún así, lo que vi no fue fruto del estado de éxtasis en el que me encontraba. Aquella imagen era tan real como mis manos, como los abrazos en una despedida, como las cenas en familia una noche de diciembre, como las reflexiones en un atardecer. Aquello, simplemente, era real.
Se trataba de una simple fotografía impresa en un libro de diminutas dimensiones. De hecho, era el único libro que había en la casa de uno de los dos borrachos con los que decidí pasar el resto de la noche.
– ¿Pasa algo? – me preguntó tras percatarse de que mi estado de euforia se había convertido, repentinamente, en todo lo contrario.
–Soy yo.
–¿Cómo?
–La de la foto. Esa de ahí, la que aparece muerta por sobredosis, soy yo.
Al principio no supe cómo reaccionar, ni siquiera si aquello era real o fruto de mi estado de intoxicación. Pero, tras pestañear unas cuantas veces y secarme las lágrimas de los ojos con la yema de los dedos, pude comprobar que sí, que esa chica era yo y que algo estaba a punto de ocurrir.
– Bueno, eso qué más da. Olvídate de ese maldito libro, lo encontré cuando me mudé aquí hace unas semanas. Ahora ven que te folle - me sugirió con descaro y sin preocuparse lo más mínimo por mi estado de confusión.
Me negué. Claro que lo hice. Me negué a que sus sucias manos tocaran mi castigado cuerpo, pero aun así se impuso y acabé tendida en la cama junto a un gramo de coca.
– Métete. Ahora lo haré yo.
Obedecí sumisa sus indicaciones y, una vez más, me convertí en su musa, en la chica que elogiaba sustancias que la mataban día a día a cambio de evitar que se ausentara de este mundo antes de tiempo.
Pero él nunca probó de aquella sustancia blanca, pura y cristalina. Tan solo la sostuvo entre sus manos para introducirla con descaro en mi vagina. Seguidamente, fue una porra lo que pude notar entre mis piernas, y luego sus genitales, y luego un grito ahogado de socorro.
Y, entonces, había amanecido y me encontraba sola en una calle. Desconocía los motivos, pero comprendía los porqués. Esa noche debió suceder algo que me mató de algún modo, que me convirtió en una instantánea impresa sobre un mísero libro de páginas arrugadas.
***
El día después de medianoche
Me encontraba sepultada bajo la atenta mirada de las dos señoras vestidas de negro. Y sin que ninguna me lo pidiera, de nuevo, sentí la imperiosa necesidad de abrir aquel patético libro y perderme en una de sus hojas. Concretamente, en la última. Necesitaba saber cómo terminaba aquella historia sin principio, sin diálogos ni personajes. Quizá era sólo cuestión de curiosidad.
Entonces, el libro cayó fulminante al suelo. Algunas de sus páginas se desprendieron del lomo y comenzaron un largo vuelo hacia la infinidad del cielo. Mientras tanto, las señoras vestidas de negro comenzaron a alejarse de mi cuerpo poco a poco, como si se estuvieran desvaneciendo en un sueño extenso y sin dueño.
Me quedé paralizada. No podía creerlo. Debía tratarse de un error, o de un simple parecido. De hecho, comprobé la fecha de publicación del libro y fue ahí cuando la sorpresa se apoderó de mí una vez más. ¿Cómo era posible que un libro que había adquirido en una tienda de segunda mano tuviera como fecha de publicación el mismo día en que nos encontrábamos? ¿Qué estaba sucediendo? ¿Y si sólo era una pesadilla?
Pestañeé un par de veces. Las señoras vestidas de negro ya no estaban. Grité, comencé a correr en círculos alrededor del parque, a golpear todo cuanto encontraba a mi paso, a insultar a todo aquel que se cruzaba en mi camino. Y nada. Nadie reaccionaba. Nadie me veía.
¿Qué podía hacer? El desconcierto se adueñó de mí, pero si de algo estaba convencida era de que en ese libro estaba la respuesta. Así que lo cogí de nuevo, lo sostuve con fuerza entre mis manos y clavé mi vista en la última página hasta que una lágrima cayó solitaria y abatida por mi rostro.
Porque aquella era yo. De nuevo yo. La chica de la última página de ese patético libro era yo. La chica que aparecía muerta por sobredosis y con casi cien años de edad en la última página del libro titulado "El día que dejamos de jugar" era yo. La misma chica que protagonizaba el fatídico final del libro que encontré en la casa de aquel borracho. Aquella chica muerta y sin vida era yo.
Ojalá nunca hubiera llegado el día en que dejamos de jugar para siempre.
***
Patricia Crespo Ruiz-Cabello.
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