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De Gregorio Samsa y Frankenstein a la salvación artística de la alteridad animal.


Carmen Gutiérrez-Jordano.

Dpto. de Pintura de la Universidad de Sevilla.





Resumen

En este trabajo partimos de la otredad monstruosa que representan Gregorio Samsa y Frankenstein para analizar la deshumanización dominante en el mundo tecnológico actual y su voluntad de poder. Esos personajes nos ofrecen el modelo para pensar la violenta e inhumana actitud actual de aproximarnos a la alteridad animal que ha provocado un genocidio animal. Una parte del arte actual representa una actitud empática de afirmación y salvación de la otredad animal.




Palabras clave: Alteridad, animales, Samsa, Frankenstein, arte, literatura, empatía.






Introducción

La cultura occidental humanista y antropocentrista ha defendido la superioridad del ser humano como canon universal de medida del resto de seres. “El hombre es la medida de todas las cosas”, escribió en el s. V a. C. Protágoras (1996: 98). Desde esa perspectiva, el animal solo podía ser valorado y comprendido de forma negativa, ya que efectivamente el animal ‘no es’ humano. En el Génesis, el ser humano -concretamente el hombre, no la mujer- recibe el poder de dar nombre a las bestias por parte de dios. El dominio del ser humano sobre los animales comenzó así, con el poder de nombrar. Derrida acuñó el término ‘animot’ (Derrida 2008: 58) para designar la capacidad que el ser humano ha ejercido mediante la palabra ‘animal’ de nombrar y homogeneizar a innumerables especies, olvidando injustamente las diferencias de cada una de ellas. Este trabajo pretende mostrar que el arte representa una contribución a una actitud bien contraria a este antropocentrismo violento, una actitud de respeto y salvación de la alteridad animal. Para ello, además de valernos de algunos ejemplos del arte actual, vamos a desplegar el significado de dos grandes personajes literarios: Gregorio Samsa y Frankenstein.

 

La deshumanización de Frankenstein y Gregorio Samsa

El vínculo entre el ser humano y el animal ha dado lugar a distintas versiones. A veces se ha humanizado al animal desanimalizándolo y sin humanizarlo del todo. Así, el ratón Mickey Mouse, al tiempo, representa falsamente a un ser humano e insuficientemente a un animal. Otras veces, el ser humano ha sido animalizado, como ocurre en La metamorfosis que Kafka escribió en 1915. Ahora bien, en este caso, y en otros, la animalización equivale a una deshumanización, un proceso negativo. La inexplicable metamorfosis con que comienza la obra kafkiana convierte a Gregorio Samsa en alguien extraño para él mismo, en un insecto que, aunque es descrito, no sabemos a ciencia cierta ni su forma, ni tamaño ni su color. Samsa deviene ‘otro’, se ha alterado. La consumación de esta alteración es la animalización, que, a su vez, es alienación, extrañamiento, pérdida de la propia esencia. Lo animal es entonces comprendido como algo negativo, como tergiversación de lo humano. Pero lo más inquietante es que Kafka parece sugerir que el extrañamiento del ser humano en el mundo actual es tal, que lo único que le queda de humano es paradójicamente lo que tiene de animal.

 

Prueba de su deshumanización es que Samsa, en lugar de inquietarse por verse trasformado en insecto, se preocupa ante todo por su trabajo y por lo que su jefe dirá sobre su ausencia. Esto significa que, antes de su metamorfosis física en insecto, se había trasformado existencialmente. La subordinación de su humanidad al trabajo es la marca esencial de la deshumanización de Samsa, más que su metamorfosis de apariencia física. Esta modificación de apariencia no es la esencia de su deshumanización, que es gradual y se produce al perder su capacidad lingüística, reptar por el techo y las paredes, y desarrollar un gusto muy particular.

 

Mary Shelley en 1818 imaginó en Frankenstein o El moderno Prometeo que Víctor Frankenstein daba vida a un ser que no es un animal no humano, pero que tampoco es un ser humano. Ese ser es calificado de ‘diablo’, ‘demonio’ y ‘monstruo’. Del latín monstrum, ‘monstruo’ conecta con los términos monstrare y monere, que quiere decir señal divina, algo prodigioso, un hecho sobrenatural (Kappler 1986: 167s). El ‘monstruo’ Frankenstein representa lo otro, una alteridad radical, y en este sentido conecta con lo divino. Pero también está vinculado con el animal, porque Frankenstein es fruto de la voluntad de poder científico-técnica, la misma que manipula, mediante la genética, los animales para lograr mayores beneficios.

 

La deshumanización, la pérdida de humanidad, de ambos es también consecuencia de la falta de contacto con otros seres humanos y del rechazo que padecen, y pocas cosas hay más humanas que la relación interpersonal. Machado poetizó que “un corazón solitario, / no es un corazón” (Machado 1995: 78). Los humanos solo son humanos con otros humanos. La clave esencial de la humanidad es ese ‘con’, el ‘ser con’ nos define. Frankenstein es prueba de ello: el aborrecimiento, desprecio y temor que muchos humanos experimentan por él configura su personalidad, lo que le llevará a vengarse y matar. Samsa especialmente experimenta la soledad, también Frankenstein. En el caso de Samsa es su familia la que le aísla. Verdaderamente, Frankenstein y Samsa pierden su humanidad y mueren justo por ser discriminados y aislados socialmente.

 

A pesar de su aspecto de insecto, Samsa muestra una humanidad interior ejemplar, preocupado ante todo por el bien de su familia. Su ‘monstruosidad’ reside solo en su apariencia, no en su interior. Lo mismo podemos observar en Frankenstein o en El hombre elefante de David Lynch. Samsa queda cautivado por la música de violín de su hermana y, junto a este placer estético, siente el deseo de ser abrazado por su hermana. Tras la apariencia monstruosa, habita todavía su humanidad. Kafka nos sugiere que la deshumanización creciente en el mundo contemporáneo todavía no se ha consumado y que podemos tener esperanza de salvación. Pero el final es dialéctico porque, después de morir Samsa, es barrido y tirado a la basura, como si nada. La deshumanización se ha extremado.

 

Por ser humano, Samsa tiene nombre a pesar de devenir insecto, pero Frankenstein recibe el nombre de quien lo creó. Como los animales en principio, el ‘monstruo’ no tiene nombre. Solo las mascotas o los animales muy vinculados al ser humano reciben nombre. El nombrar no es un acto superficial. Tiene una dimensión de dominio. Quien nombra está por encima del nombrado, que se reduce a objeto sometido. Pero el nombrar también es como dar el ser, una forma de afirmar al otro, a lo nombrado. De hecho, en el Génesis, el acto creativo divino consiste en nombrar. Y el poeta George en 1919 escribió que “ninguna cosa sea donde falta la palabra” (George 2011: 178).

 

Entre lo humano y lo no humano

La deshumanización o alienación de Samsa no comenzó la mañana en que se convirtió en insecto. Más bien, su animalización fue la que le permitió descubrir que su alienación y la de su familia venía produciéndose hacía ya tiempo. Gracias a ella, comprende la indiferencia en que vive, cómo la familia valora el dinero por encima incluso de su metamorfosis en insecto. Esta degradación de la humanidad es lo que verdaderamente le mata. Su muerte, más que pérdida física, simboliza su alienación total, la pérdida de su identidad humana. Muere como humano porque se deshumaniza la sociedad contemporánea. La deshumanización de los que le rodean es lo que aliena a Samsa y le hace desaparecer.

 

Frankenstein es rechazado, incluso por su propio creador. La sociedad le condena a ser consciente de su alteridad, de su apariencia monstruosa, lo que le lleva a odiarse a sí mismo. La negativa relación con los otros que experimentan Samsa y Frankenstein determina sus vidas. La deshumanización que representa el rechazo por parte de los otros, la ausencia de empatía, es lo que les convierte en ‘monstruos’. Su apariencia monstruosa denuncia la monstruosidad real y esencial de los otros, supuestamente humanos. Si los otros hubiesen empatizado con Frankenstein en vez de limitarse a su apariencia, el desenlace no hubiese sido trágico. El verdadero terror de este relato reside en la posibilidad de volvernos seres humanos tan deshumanizados, tan indiferentes al sentimiento y dolor de los otros.

 

Frankenstein y Samsa están en el límite entre lo no humano y lo humano. En el caso del segundo, esta indecisión se precisa más: se mueve entre lo animal y lo humano. Esta ambigüedad nos enseña que solo la creencia en la pureza del yo humano permite distinguirlo del animal no humano. Pero si el uno mismo que somos implicase que llevamos dentro la alteridad, que somos otro diferente, entonces, escribe Derrida (2008: 116), “esa autonomía del yo no sería pura ni rigurosa; no podría dar lugar a una delimitación simple ni lineal entre el hombre y el animal”. Si damos por supuesta esta delimitación es porque presuponemos que el yo humano es puro, macizo, y no alberga alteridad ninguna.

 

La actitud antropocéntrica se basa en esta autonomía cerrada de lo humano. El ser humano es el centro y medida de todo ser cuando, libre de alteridades, es puramente humano y relega su animalidad. La crítica al antropocentrismo se fundamenta sobre la posibilidad de que el yo contenga la diferencia, la alteridad. El antropocentrismo comienza a deshacerse cuando la humanidad encierra en sí la animalidad, y se considera todo lo común compartido por humanos y animales, la vulnerabilidad, la finitud y “la capacidad para experimentar placer y dolor” (Brown 2015: 4. Cf. Leyton 2019: 13ss). Hacia 1780, Bentham (1988: 311) afirmó que “la cuestión no es si los animales tienen razón ni si pueden hablar, sino ¿pueden sufrir?”, lo que le permitió aventurar que los animales puedan tener derechos que nunca debieron negárseles. Entonces, la división animal/humano tradicional se quiebra y, con ella, el antropocentrismo, lo que nos facilita la comprensión de la alteridad.

 

Solidaridad entre alteridades

Samsa y Frankenstein, híbridos entre lo humano y lo animal, parecen representar una alteridad irreconciliable con lo humano. Pero igual que contienen humanidad, tampoco se puede hablar de lo humano sin contar con lo animal. Esos dos personajes son ‘lo otro’, pero una de las más altas expresiones de la alteridad es el animal. Dentro de lo humano hay alteridades cuando se ve por ejemplo a una raza como patrón y a las otras como ‘otras’. Resulta llamativo el nexo que se ha establecido entre la otredad animal y otra gran alteridad, el pueblo judío. De Fontenay ha subrayado cómo “algunos grandes escritores y pensadores judíos de nuestro siglo han estado obsesionados por la cuestión animal: Kafka, Singer, Canetti, Horkheimer, Adorno”, y es que, como “víctimas de catástrofes históricas han presentido que los animales eran otras tantas víctimas comparables hasta cierto punto a ellas mismas y a los suyos” (De Fontenay 1992: 71). Otra deplorable alteridad es la que ha condenado a la mujer. El hombre como varón es la medida de lo existente, y la mujer es ‘lo otro’ de la humanidad. La conciencia de su propia alteridad ha facilitado que no casualmente haya muchas mujeres comprometidas con la causa de esa gran alteridad que representan los animales. Los más empáticos con los objetivados como ‘otros’ son aquellas que han sido condenadas a sentirse ‘otras’ (Gaarder 2011: 57ss). En suma, hallamos una suerte de solidaridad entre víctimas y alteridades.

 

La diferencia radical que opone humano/animal es consecuencia del dualismo metafísico occidental. Pero no se da uno sin otro. Según Derrida, “siempre se puede hablar de la animalidad de los hombres, a veces de su bestialidad” (Derrida 2008: 81). Y también de lo humano de los animales, y de la inhumanidad de los humanos. El yo, añade, “se desplazaría hacia la cuestión previa del otro: del otro, del otro yo que estoy si(gui)endo o que me sigue” (Derrida 2008, p. 116). El yo no es solo yo, está ‘siendo’ otro, sigue al otro. Lo humano está siendo o sigue al animal. Este es el significado del ambiguo y rico título del libro de Derrida: L’Animal que donc je suis.

 

Esta transformación de un ser humano en un animal no humano cuestiona el dualismo humano/animal. Pero la alteridad animal no se ve quebrada. La necesitamos, pues solo ella puede detener la violencia del ser humano hacia el animal. Derrida se ha lamentado de que “el hombre de la razón práctica no deja de ser bestial en su agresividad defensiva y represiva, en su explotación del animal hasta la muerte” (Derrida 2008: 122). De hecho, la animalización no es necesariamente algo negativo, ni supone deshumanización. El artista Oleg Kulik en 1994 ejecuta The mad dog, una performance en la que, atado a una correa, camina a cuatro patas, desnudo, como un perro. Ladra e intenta incluso morder a viandantes. Recupera el espíritu del arte primitivista y nos muestra el fracaso de la cultura antropocéntrica racionalista, técnica. Parece enseñarnos que debemos animalizarnos para volver a humanizarnos. La alienación a través de la animalidad es el método de la humanización.

 

Del zoológico a las cavernas

La alteridad y la extrañeza de los animales fascina a los seres humanos, y para disfrutar de ellas los han encerrado en zoológicos. Pero también para dominar, neutralizar y anestesiar la potencia salvaje que contiene esa alteridad liberada. El ser humano admira tanto la extrañeza y la alteridad, como las teme. Es una relación dialéctica, nos asombran y nos atemorizan. Enclaustrar la extraña alteridad animal en el zoológico nos permite gozar de ella evitando cualquier sobresalto. El zoológico materializa la domesticación de la otredad animal mediante su aparente sublimación estética. Así, somete la extrañeza animal al régimen escópico (museístico) del ser humano. Esta ambigua relación con los animales debida al zoológico es denominada “paradoja estética” por Tafalla (2019: 200-05). La admiración que sentimos por los animales hace que los recluyamos. Nuestra empática intención de acercarnos a ellos acaba perjudicándolos.

 

Creemos que el arte es un elemento fundamental para la trasformación del ser humano y la sociedad. El arte no existe para mantener lo existente, sino para transformarlo. Por eso es siempre polémico, porque se enfrenta a lo dado. “Todas las obras de arte, incluso las afirmativas, son polémicas a priori. La idea de una obra de arte conservadora tiene algo de disparatado”, de manera que, como negatividad, “todo arte es revolucionario” escribe Adorno (2004: 296, 411). Las dos obras literarias a las que nos hemos referido revolucionan la idea del yo, la relación con la alteridad y con lo animal. Mediante ellas llegamos a empatizar con un insecto o con un monstruo. Trasforman nuestra relación con el mundo exterior y sus habitantes. En relación con nuestro tema, se necesita un arte que, lejos de conjurar la alteridad animal, le dé voz. Creemos que, especialmente en Kafka, hay una ética y estética animalistas, aunque no estuvieran plenamente conscientes en su mente.

 

La verdadera estética animalista tiene que superar el plano de la mera apariencia para acceder al nivel ético y modificar la actitud tradicional de poder y soberanía del ser humano sobre los animales. No hay estética animalista sin una ética que niegue el antropocentrismo dominante, el cual, según Derrida, ha establecido una “relación con los salvajes, con las mujeres y con las bestias condescendiente, descendiente, vertical, de un amo y señor superior con sus esclavos, de un soberano con sus súbditos sumisos, dominados por la violencia” (Derrida 2011: 336). Esta voluntad de poder se encuentra claramente en la novela de Mary Shelley. La actitud de dominio del ser humano sobre la realidad produce al monstruo Frankenstein. El sueño de la cordura y del respeto a la naturaleza produce monstruos. La aparente monstruosidad de Frankenstein no es sino el espejo de la verdadera monstruosidad, la del violento ser humano que pretende controlar, dominar y disponer de todo lo real.

 

La violenta voluntad de dominio también se ejerce contra los animales desde la industria alimentaria hasta los zoológicos. Todos esos animales son ‘Frankensteins’ que usamos y manipulamos para nuestro beneficio. Esta actitud de poder y sometimiento de la naturaleza no solo se debe a nuestra autocomprensión como seres superiores. También esconde un miedo secreto a lo originario y salvaje de la naturaleza, al poder primario de la naturaleza que nos excede y que sabemos ingobernable. Pretendemos exorcizar ese miedo sometiendo la naturaleza y los animales a nuestra voluntad. Cuando hace treinta mil años pintaban animales en las cavernas, los humanos no pretendían dominarlos. Esas pinturas permitían acceder al fondo primordial de la naturaleza, del que los humanos se sabían dependientes. La misión del arte es, según Agamben (2022: 122), “restituir los fenómenos a esa dimensión originaria”. El arte de Kafka y de Mary Shelley, a través de Samsa y de Frankenstein, repite aquel gesto paleolítico. Esos monstruos nos recuerdan la existencia de esa dimensión primaria que nuestra civilización tecnológica, calculadora y manipuladora parece soslayar.

 

Educación estética para la alteridad animal

Hoy vivimos un cambio social de respeto por la alteridad animal. De ahí el aumento del veganismo y la proliferación de santuarios de animales. Esta atención a la otredad animal resuena en el arte actual cada vez con más fuerza. Samsa y Frankenstein conectan con la estética ecoanimal o animalista del arte plástico actual porque en ambos se usa la hibridación, ya sea al ligar lo animal con lo humano, ya sea mezclando estilos y técnicas artísticas. Hay artistas que combinan la biociencia con el arte y ello les facilita mostrar la relación entre humano y animal. La bioartista Cornelia Hesse-Honegger publica Heteróptera en 2002, un libro compuesto por retratos en acuarela de insectos que el Instituto Zoológico de Zúrich en 1967 había modificado artificialmente. Presenta ejemplos del antropocentrismo manipulador de la naturaleza para denunciarlo. La presencia pictórica de esos insectos monstruosos se convierte en crítica radical de la irrespetuosa voluntad de poder que los manipuló. Esos insectos pintados son otra muestra del hecho de que reducimos los animales -y la naturaleza en general- a objetos de los que podemos disponer para nuestro interés y beneficio. También el ser humano es un objeto más de esta desmesurada voluntad de poder. La deshumanización de Samsa fue visionaria.

 

Especialmente en Wonderful World (2004-2012), el artista Alexis Rockman piensa pictóricamente esta naturaleza configurada -alterada- por el ser humano, aunque paradójicamente nunca aparecen humanos en sus acrílicos. El manipulador no aparece, solo sus víctimas. En The Farm (2000), Rockman muestra una naturaleza totalmente retocada mediante el cerdo y la vaca transgénicos. Las vacas efectivamente se manipulan genéticamente para que no tengan cuernos con el fin de evitarles el trauma que les produce el corte de los mismos para que no dañen a sus manipuladores. Evidentemente, el trauma ‘de’ la vaca no nos importa, lo que nos importa es que ese trauma la hace menos productiva. La edición genética del cerdo nos permite obtener ejemplares con menos grasa y más carne, y que, dado su peso, viven menos. Este horror genético es representado por Rockman con un lenguaje que mezcla lo naíf y lo surrealista.

 

La artista ecofeminista y afrofuturista Wangechi Mutu emplea el collage para reflexionar especialmente sobre la mujer. En su obra encontramos multitud de categorías culturales y sociales, pues Mutu considera que la mujer las aglutina, ya que, según afirma en una entrevista, “las mujeres llevan las marcas, el lenguaje y los matices de su cultura más que los hombres. Todo lo que se desea o se desprecia se coloca siempre en el cuerpo femenino” (Kerr 2004: 28). En sus collages y en sus videos aparecen nguvas, unas mujeres sirenas relacionadas con unos mamíferos sirenios, los dugongos, que están amenazados de desaparición en la costa este africana. La cosificación afecta tanto al animal como a la mujer, que, en vez de sujetos de sus existencias, son reducidos a meros objetos dominados por otros.

 

Recientemente, en la Bienal de 2022 de Venecia, su 59ª edición, el artista Uffe Isolotto, cuyos temas han sido el cuerpo, el yo y la tecnología, presentó la sorprendente instalación We walked the Earth (https://www.youtube.com/watch?v=18BYhOAh7CQ&ab_channel=ArtLike). En ella, dentro de un ambiente hiperrrealista, nos introducimos en un granero que nos evoca una idílica vida agrícola, pero con notas de ciencia ficción. Lo que nos deja estupefactos al entrar en ella es la presencia de dos figuras transhumanas, concretamente una mujer centauro, que aparece muerta mientras daba a luz, y un hombre centauro, seguramente su pareja, que aparece en el otro extremo y ahorcado. En esta instalación se mezclan vida y muerte, lo mitológico y la ciencia ficción, el pasado y el futuro, lo humano y lo animal. En el fondo, representa nuestro complejo, incierto y confuso mundo presente. El teriomorfismo que encontramos en la obra de Isolotto, es decir, la trasformación parcial de humanos en animal -¿o de animales en humanos?-, se refiere al hecho de cómo alteramos la naturaleza en general, incluida la humana, y las consecuencias catastróficas que produce esta manipulación. La obra nos advierte del ecocidio que estamos perpetrando y del sombrío futuro que nos espera si lo mantenemos.

 

Estas obras denuncian nuestra violenta actitud de dominio indiferente y desprecio de lo no humano -y de lo humano. A pesar de la explotación a que hemos sometido a los animales, éstos nos acompañan como alteridad. Frente a la voluntad de poder, el arte animalista sugiere un nexo más empático y fraternal con los animales. Esto es lo que propone la estética ecoanimal de Marta Tafalla que aquí asumimos, “respeto por la diferencia que caracteriza a la misma biodiversidad” (Moyano 2022: 252). En vez de postergar y olvidar al otro, el respeto por la diferencia es lo único que nos permite empatizar con la alteridad (animal). A pesar de representar el horror del ecocidio, el arte animalista pretende capacitarnos para sentir la belleza de lo otro. Esta educación estética de nuestra sensibilidad para la alteridad animal nos ayuda a ser humanos.

                                                                                             

 

Conclusión

Podemos hallar el espíritu que alienta este escrito en torno a la alteridad y la empatía en un texto de Mark Rothko (2007: 83): “Prefiero ser despilfarrador a tacaño, por lo que preferiría dar atributos antropomorfos a una piedra que deshumanizar la más remota posibilidad de conciencia”. Si los ‘otros’ que no se creían otros hubiesen abierto empáticamente la mente y el corazón, no solo Samsa y Frankenstein hubiesen dejado de ser ‘otros’ y se hubiesen salvado. Ellos mismos se habrían salvado. La dilatación cordial de la mente nos permite empatizar con cualquier forma de alteridad, hasta valorar y admirar lo más extraño, lo más distante de lo humano. No se trata de empatizar identificándonos con lo que no es como nosotros, sino de hacerlo con la alteridad (animal) sin que deje de ser la alteridad que es. Se trata de empatizar con la alteridad afirmándola, salvándola, sin disolverla. La afirmación artística de la otredad nos ofrece la posibilidad de salvar cordialmente la alteridad animal.

 

 

Bibliografía

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