RELATO



Nosotras también volvemos



—Deja de buscarla en su casa —te dijo Antonio. Sonreía con todos los dientes blancos y el hoyuelo aquel en la mejilla. —Un guardia en la reja de una mujer no es más que un guardia. Por mucho que vaya de paisano.

—¿Y dónde la voy a buscar entonces?

Le diste una calada al cigarro y negaste con la cabeza, como si ese gesto pudiese espantar la verdad. No despegabas la vista de la puntera de los zapatos cuando hablabas de nosotras. —Una mujer de su casa es lo que quiero. De las que te hacen la comida, te planchan el traje de bonito y se alegran de verte cuando llegas por la noche. De las que tienen hijos. Como debe ser.

Antonio tragó con rapidez, pero la manzanilla se le salió por la nariz con un resoplido de todas formas. Se limpió con un pañuelo blanco que sacó del bolsillo interior de la chaqueta y que guardó enseguida. Daba gusto ver lo bien que lo doblaba, que parecía que ni lo hubiera usado. A ti no te gustó que se atragantara. El más arrogante y el que mejor planta tenía, era Antonio. Más le habría valido dejarse de zarandajas. Pero es que siempre hay gente que no sabe con quién se juega los garbanzos.

—Tienes que conocerlas. A las mujeres. Hay que conocerlas antes. ¿Tú tendrías hijos con cualquiera?

—¡Claro que no! Yo quiero los hijos de ella, ya lo sabes.

—Pues ella tendrá que querer los tuyos, digo yo.

Y tú vuelta a negar, que parecía que se te iba a desenroscar la cabeza, allí, a la sombra del naranjo.

Como del cigarro no quedaba más que la colilla, lo mandaste al centro de la plaza asolada con un golpe de pulgar antes de atusarte el pelo ralo, tan liso que ni lamido por una vaca. No como el de Antonio, ensortijado, espeso y brillante de raso líquido.

—Si la Paquita te pilla, te enteras— te advirtió.

Pifiaste y señalaste el naranjo. Una mancha negra, gomosa, trepaba por el tronco.

—¿Y qué me va a hacer, echarme la culpa de eso?

—Pues depende—dijimos—, ¿se puede saber qué enredas ahora?

Nos limpiábamos las manos en el mandil cuando salimos de la taberna. Fue por poco, pero no te vimos ensuciarnos el suelo. Las tiras de cuentas que mantenían a las moscas fuera del local sonaron a madera hueca mientras recuperaban su posición habitual tras el torbellino.

—Pareces bruja, Paqui. No me ha dado tiempo ni de nombrarte y te apareces de golpe. —Antonio se palmeó el muslo y ensanchó la sonrisa. Le desbordaba la felicidad en cuanto nos veía. Nos quería mucho, ese hombre. Y nosotras a él.

—¡Qué bruja ni qué niño muerto! Que lleváis aquí toda la tarde con dos tristes vasos. O me pedís algo más, o salís pitando.

Olfateamos el aire como si pudiéramos percibir el olor de los demás clientes, aunque en la plaza no había ni un alma. El calor desdibujaba las fachadas encaladas y licuaba el suelo de tierra. Tu colilla se consumía sobre el asfalto mal tendido, pero no le hicimos caso. ¿Para qué? La barreríamos después, como tantas otras veces.

Nos cruzamos de brazos y golpeamos el suelo con la punta del pie, como las madres. Se nos ocurrió que, de ser vosotros nuestros hijos, el naranjo de hojas amarillas no os iba a dar sombra más que los domingos. Y eso con suerte. El guardia y el gitano, menuda estampa para un pueblo decente.

—Vamos, anda. Vámonos de aquí. Y afloja. No me vayas a hacer lo de siempre.

Te rascaste el bolsillo y examinaste las monedas con cuidado, no fueras a dejar un céntimo de más. Te frotaste los empeines en las perneras de los pantalones mientras nos pagabas. Sí que tenía gracia esa aprensión que te daba la mancha del naranjo.

—Hace falta ser marrano, válgame el cielo —se nos escapó.

Debíamos de estar pensando todavía en aquello de que no erais nuestros hijos. O en esa cosa oscura que salía de las naranjas cuando caían de maduras.

Sí, en eso estábamos pensando. En que a saber qué harías si una de ellas reventaba junto a tus zapatos empolvados. Así que se nos escapó. Lo dijimos muy bajito, pero algo debió de llegarte, porque nos atrapaste los ojos con los tuyos entornados, igual que cuando ibas de uniforme y te cruzabas con los furtivos, así, de lejos, para no tener que darles el alto. Tampoco a nosotras nos hiciste nada. ¿A plena luz del día? ¿En la plaza del pueblo?

Antonio se puso el sombrero y te cogió del brazo. Era muy listo, Antonio, menos cuando le convenía. Por eso pasó lo que pasó. Pero bueno, al menos entonces te alejó de nosotras, de la sombra, del naranjo y de la colilla que no terminaba de apagarse.

—A las mujeres no las puedes conocer en su casa ni detrás de una reja, Julián, tú hazme caso.

No es que estuvieras para hacer caso a nadie. Se te comía la ira por dentro, que lo sabemos nosotras. Pero no era culpa nuestra, ¿sabes? Aunque sea eso lo que te dices por las noches para dormir. Limpiarse los zapatos en los pantalones es una marranada. Eso no se hace, Julián. No se hace.

—No me mandes a la iglesia, por Dios, Antoñito. No me mandes a la iglesia. Como me mandes a la iglesia…

—¿Quién dice nada de misas?

Os marchasteis con pasos gemelos. Los suyos firmes y despreocupados, los tuyos no. Mientras hablaba agitaba una varita de mimbre, la que llevaba siempre consigo. Parecía que conjurase las palabras: apuntaba a las nubes, a las fachadas blancas, a los bancos de madera, a los árboles escuálidos. Tú sacudías la cabeza igualito que hacen los bueyes primerizos cuando se quieren quitar el yugo. A veces parecía que fueras a asentir, pero negabas con la barbilla pegada al pecho y los ojos clavados en la tierra. A él le daba lo mismo. Le gustaba el sonido de su voz tanto como a nosotras.

***

Era más tarde y todavía hacía mucho calor. Aquí hace calor casi todo el tiempo. Por eso, cuando cae una mijita, desatrancamos todas las ventanas. Primero las de arriba, para ver si corre el aire o nos va a aplastar el bochorno. Subimos las persianas, abrimos los balcones y las galerías, nos remangamos las faldas, nos abanicamos bien y luego hacemos lo mismo en las habitaciones de abajo. Para que corra el aire. Para dormir tranquilas a la vuelta.

Vimos llegar a Antonio. Vimos que sonreía con toda la boca, que se mojaba los labios con la lengua rosada, y entreabrimos los nuestros. Nos aseguramos de que el rizo se nos pegase a la mejilla, junto a la oreja, para que nos hiciera la cara un poco más afilada y dijimos que hola, que a dónde iban dos mozos tan enlazados. Él se tocó el ala del sombrero y pasó de largo. Tú te quedaste.

—Hola, Isabel— dijiste.

Pusimos las manos en jarras. Así, al sujetarnos fuerte la cintura, no se nos iban los pulsos tras la sombra larga de Antonio.

—Hace calor —insististe.

Agitamos la cabeza, nos separamos el pelo de la nuca y susurramos:

—Mucho.

Debió de gustarte el tono quedo, porque te arrimaste a la reja. Casi le das un beso al hierro. O un mordisco, con esos dientes afilados y amarillos que se gastan los lobos en la serranía.

—Te vas a llenar de cal.

—No te preocupes, mujer, que tengo cuidado.

También sabías sonreír, aunque los labios no eran tu mejor rasgo, así, finos y pálidos como los de las muñecas caras. Nos llamaban más tus ojos porque dentro parecía de noche. Una lástima que los escondieras tras las pestañas. Nos habría gustado levantarte la barbilla para vértelos mejor, pero las mocitas no hacen eso. Ni siquiera nosotras, que siempre hemos hecho tantas cosas. Así que nos quedamos allí, con las manos apoyadas en las caderas y la mirada pegada a la esquina por la que había desaparecido tu amigo.

—No me dices nada.

¿Qué te íbamos a decir, alma de cántaro? Si lo que queríamos era abrir las ventanas y salir a la calleja a vernos, a contarnos la muerte de día que habíamos tenido. Dentro se nos cocían las entrañas como si fueran morcillas, nos hervían las venas, se nos recalentaba la cabeza. No estábamos para tonterías, Julián. Y menos para las tuyas, que nos las sabíamos de memoria.

—¿Sabes? no me importa porque estás muy guapa, Isabelita, muy guapa.

—¿Y a ti qué más te da que esté guapa? —contestamos. No queríamos hacerte un desplante y lo sabías. Siempre hemos sido educadas. De nada nos servía abrir una herida en un sitio donde no pudiéramos curarla. Las heridas sangran y de la sangre no hay quien se libre. Pero el sudor de las palmas traspasaba ya la tela de la falda y las mangas de la camisa se nos pegaban a los brazos. A ti también se te notaba el calor. Sobre todo en la lisura del pelo: se te separaban los mechones y se te veía el cráneo blanco como la leche.

—No seas presumida, anda.

Abriste los ojos. Lo vimos por el rabillo del nuestro, que seguía pegado en la esquina aquella. El movimiento nos atrajo como la luz a las polillas. ¡Qué oscuros tenías los ojos, Julián! Qué pozos sin fondo se abrían tras tus párpados caídos. Y cómo nos gustaba asomarnos a ellos. Igual que los críos se asoman a las pozas profundas del río antes de lanzarse de cabeza. Aunque nosotras no nos habríamos tirado ni hartas de vino. En el fondo de las pozas hay piedras grandes y afiladas en las que puede una abrirse la sesera.

—¡Qué presumida, ni qué presumida! Si te acepto el cumplido soy una fresca y si te lo rechazo soy una rancia. Así no hay manera, señor guardia. Así no puede una.

Te pusiste firme de golpe.

—Ahora no soy un guardia.

—Los guardias son guardias. Por la mañana, por la tarde y por la noche. Sobre todo por la noche. Y vigilan las ventanas de las casas para que no se escape el gato, que lo sé yo.

Nos gustaba jugar, sí. Tampoco es que sea un pecado, precisamente. Los hombres juegan a los bolos o al cangrejo. Las mujeres no tienen esa suerte. Ni otras. Ni ninguna, si vamos a decir la verdad, que es a lo que hemos venido.

—Ahora no soy un guardia. Ahora estamos hablando.

Te agarraste a un barrote y se te llenaron los vacíos de nubes todavía más negras. No nos dimos por enteradas porque se nos había acabado la paciencia.

—Pues yo no quiero hablar, que me esperan mis amigas en la plaza.

—De la plaza vengo y no hay nadie.

—Pues cuando yo vaya, alguien habrá —cortamos.

Cerramos la ventana para que te fueras y nos recogimos el pelo en un moño un poco más alto, por si así nos refrescaba el poco aire que corriera fuera. Ni nos miramos en el espejo antes de salir. Si lo hubiéramos hecho habríamos visto el sonrojo de las mejillas y en los ojos las llamas de la furia, tan fáciles de confundir con otra cosa. Lo que pasa es que no estábamos para espejos, así que salimos. Abrimos la puerta de un tirón y no miramos atrás. Ni en el espejo, ni por encima del hombro. Contigo, Julián, todo eran noes. Como lo de no soltar la reja, no abandonar la ventana, no dejarnos en paz.

Nos seguiste. Oíamos el raspar áspero de las suelas en los adoquines, y nos dio igual. La plaza estaba a dos calles y las calles llenas de comadres.

—Mira la guapa, el garbo que lleva.

—Calla, mujer, que lleva más que garbo.

Algunas reíamos y otras nos mandábamos callar por precaución. Un guardia, Julián, siempre es un guardia. De uniforme, de paisano, cuando vigila a un ladrón y cuando sigue a una moza.

***

En la plaza se juntaban ya los abuelos. Nosotras no habíamos abandonado las casas todavía. Y nos enfadamos. Vaya si nos enfadamos. Que es que no tuviste miramiento ninguno, Julián. Te plantaste en la reja a cualquier hora y no te importó nada. Tú querías hablarnos y punto; o que te vieran cómo nos hablabas, vete tú a saber. La cosa es que allí fuiste, a la reja te agarraste y a las demás ya nos podían dar dos duros. Si te decimos la verdad, Julián, con Antonio también nos enfadamos. Esperábamos otra cosa de él, un poco más de seso, por lo menos.

La cuestión es que los abuelos nos miraron como si nos hubieran salido monos en la cara. Echamos un vistazo y nos encontramos con las manos enrojecidas de la Paqui, y con nuestra mirada torva que nos echaba en cara, por lo bajo, que nos hubiéramos adelantado. Las mujeres tenemos horario, Julián. Eso lo sabías hasta tú, que buscabas una de las que se quedara en casa y tuviera hijos; ahora, de respetar, nada.

Nos metimos en casa de la Esperanza. Podríamos haber elegido cualquier otra, pero allí estábamos seguras porque no había niños, hermanos ni maridos. Solo la Esperanza con su maroma de años anudados a la espalda. Te faltó nada y menos para arrimarte a su reja también. Nada y menos.

El calor que hacía allí dentro no lo sabe nadie. La Esperanza no levantaba las persianas en verano ni en invierno porque los brazos no le daban para más. Es lo que nos pasa con el correr de los años. Nos destrozáis los cuerpos y no nos queda otro remedio que cocernos en nuestro propio caldo. Por lo menos esa noche la ayudamos y, ya que estábamos allí, le lavamos el pelo y las escamas de la espalda. A lo mejor no lo sabes, Antonio, porque has corrido tan lejos del pueblo que no nos llegan tus noticias, pero a las mujeres nos salen manchas en la piel. Y verrugas. Se nos seca la tersura, se nos arrugan los codos, las muñecas y la cara. Nos escamamos de cuerpo para fuera todo lo que nos escama la vida de cabeza para adentro.

Estábamos hechas una pena. Por suerte, veníamos enfadadas y confusas, así que llenamos un barreño y nos colocamos dentro, como la del cuadro. Eso sí, sin ángeles que nos soplaran por los costados. Y nos lo agradecimos con los ojos secos. Que lo mismo te extraña porque teneís una perra tremenda los hombres con las lágrimas. Todo el día con ellas de un lado a otro. Las mujeres no nos pasamos el día llorando, Julián. Tenemos mucha tarea para perder el tiempo en tonterías.

Eso es lo que te dijo Antonio. Lo supimos más tarde. Demasiado tarde esa misma noche.

—¿No te había dicho que no la esperases en su casa?

Y tú que no, que no era eso, que cómo no nos ibas a esperar, que necesitabas hablar con nosotras, dijiste.

—¿Pero tú sabes lo que hacen las muchachas cuando están solas?

—Pues…

Antonio se rio de ti. Mala sombra se lo hubiera llevado y así no se habría reído.

—No sé qué te hace tanta gracia, Toñito.

Ni por esas se dio él por enterado de que la cosa iba mal.

—¿Es que no se te ha ocurrido pensar que ellas también hacen sus cosas?

—No te entiendo.

Como no estábamos, como nos lo contó luego, te imaginamos allí, barriendo el polvo de la calle con los zapatos que te habías limpiado en las perneras, como los toros provocados.

—Sus cosas, Julián. Como tú y como yo.

Y nos lo imaginamos a él, el cuello estirado hacia atrás, la cintura de junco, las manos en las caderas estrechas, el sombrero como un halo alrededor de la cabeza y los dientes relucientes bajo los rayos de la luna. Muerto de risa.

—Mira —susurraste—. Mira. Si sigues diciendo esas cosas te mato, Antonio. Te hago escupir esa mierda de clavel y te pinto yo uno en medio de la cara.

—Ya me callo, ya me callo —gorjeó.

Te cogió del codo y le dejaste hacer. Ya estábamos frescas como una zarzamora y salimos amarradas del brazo. En la plaza esperábamos las demás. Contentas, limpias, guapas y feas, gordas, flacas, altas, bajas. Todas con nuestros pendientes de plata y nuestras pulseras de estaño, nuestros dijes, medallitas y alfileres prendidos.

Los abuelos no nos miraban cuando estábamos todas juntas porque por algo habían llegado a viejos.

—¿Adónde van?

—No te lo digo, Julián, que a lo mejor me matas.

No te lo dijo, no. Te llevó del brazo detrás de nosotras, que no os oímos porque íbamos a lo nuestro, a lo de todas las noches. ¿Te imaginas lo que es el tintinear de docenas de alhajas bailando en los brazos? Decís que hablamos mucho, las mujeres, pero no somos nosotras, son los collares.

***

Llegamos al claro, que lo era porque alrededor crecía la oscuridad de los árboles donde os escondisteis a mirar. Sabíamos que Antonio iba a veces. Igual que salía del pueblo para mirar a los halcones cuando las casas se le volvían cajas fuertes. Lo que no esperábamos es que fuese con un guardia. A veces se le ocurría cada cosa, a Antonio.

Aunque tampoco nos dimos cuenta de que estabais allí. Ya lo hemos dicho: por todo ese metal cantarín que nos estiraba los huesos, los cuellos y hasta los escotes.

En el centro del claro esperaban los restos de la hoguera. No la habríamos encendido si no hubiéramos necesitado la luz. Hacía tanto calor que algunas propusimos hacerlo a oscuras. Ganó el sentido común.

Las llamas danzaban frente a nosotras, en nuestras pupilas, se alzaban hacia el cielo y nos hacían sudar todavía más. Antonio se mordía el labio, tú abrías esos pozos negros que tenías por ojos y las manos te temblaban en el cinturón.

Resoplabas y las aletas de la nariz te temblaban igual que a los caballos de carreras.

Cayeron las cadenas de las más modestas y las perlas de las señoras.

Cayeron las esclavas.

Nos despojamos de los anillos.

Desabrochamos los pendientes.

Extrajimos los alfileres.

Hasta las alianzas terminaron en el suelo.

—¿La ves ahora, Julián?

Las peinetas, las horquillas y los pasadores liberaron los cabellos negros de sombra. Ya no se sabía si la hoguera era de fuego o de mechones azabache.

Tú te levantaste, Julián. Despacio. Te crujieron las rodillas, se te paró el tembleque y, con los tobillos resentidos por el rato en cuclillas, disparaste.

Nos desplomamos. A su alrededor las joyas saltaron, el fuego destelló en los oros falsos, sobre la plata y el nácar. Se iluminaron cobres y estaños. Las agujas de pino se llenaron de sangre y nosotras, las que permanecíamos en pie, te miramos.

Allí estaban esos ojos tuyos preñados de vacío y espirales. Allí estaba también Antonio, espantado, estremecido como una hoja.

—Esto es culpa tuya —te dijo.

—Culpa mía los cojones, Julián. Los cojones. ¿Es que te has vuelto loco?

—Loca estaba ella.

No tuviste que quitarle el clavel de la boca. Lo escupió, te quitó la pistola y bajó al pueblo como alma que lleva el diablo. Esperaba que lo siguieras. Y lo seguiste, aunque no inmediatamente, ¿verdad Julián? No enseguida.

***

Te esperó en la guardería. Llamábamos así al cuartel porque era donde se reunían los guardias. Una mala idea más en una noche llena de ideas espantosas tampoco iba a suponer ninguna diferencia. A esas horas estaba ya todo el pescado vendido, pero Antonio o no lo sabía o no quería saberlo.

Por eso se acercó a la puerta grande de madera con el cuerpo tembloroso, la espalda empapada y el belfo descolgado. Se vio reflejado en un cristal de la garita, de los que dejábamos relucientes de madrugada. Nos dijo después que, si no hubiera estado muerto de miedo, su propia cara enloquecida le habría parado el corazón. Pero como ya había perdido la conciencia, casi no se dio ni cuenta de la pinta que llevaba. Ahora se ríe cuando se acuerda, pero al principio se enfadaba. Era muy de ir de punta en blanco, Antonio, cuando vivía.

La cosa es que, cuando entró, a tus compañeros, que sí iban vestidos de uniforme, les dio por morirse de la risa. Dejaron la baraja junto a los vasos de vino y se levantaron uno a uno. Como en el teatro, que parecía que les hubieran escrito las frases y los gestos.

—Mira los gitanos, ahora vienen solos —señaló uno con la barbilla.

—Sí que los tenemos bien enseñados —dijo otro.

—¿Qué has hecho, figura? —preguntó el tercero, que era cejijunto y nos gustaba, aunque fuese feo como un demonio y además guardia. Hay que fastidiarse.

Alguno preguntó si no era tu amigo, y algún otro debió de contestar que tú no tenías amigos y que, de tenerlos, no iban a ser gitanos. Que solo faltaba eso.

Un guardia y un gitano. Menuda estampa para un pueblo decente.

A él le escurrían los goterones de sudor cejas abajo, que parecía que estaba llorando. Y, en fin, entonces no, pero ya lloraría después, aunque no tanto como lloramos nosotras, la verdad.

Balbuceó que había pasado una desgracia. Antonio hablaba siempre con una voz clara que daba gloria oírla, pero a tus compañeros les balbuceó lo de Isabel. Que hasta entonces no se dieran cuenta de lo de la pistola, tampoco nos lo explicamos nosotras, pero es verdad. Eso sí, fue mencionar el disparo, y los ojos de todos los presentes se clavaron en el arma y en los dedos de fantasma de Antonio, que la agarraban como si le fuera la vida en ello. Hay que ver.

—Tira eso al suelo, figura, no vayamos a tener un disgusto.

Y Antonio pálido, aferrado al hierro, que parecía que se le hubiera pegado a la piel.

—Pues no están tan bien enseñados, no.

—Míralo, cómo se resiste.

No se resistía, Julián. Te dijeron que sí, pero sabes tan bien como nosotras que Antonio se había quedado clavado al suelo. Se había quedado clavado en el estruendo, en los pájaros que abandonaban la seguridad de las ramas y que graznaban y que agitaban alas y hojas en una tormenta de crujidos, chillidos y estridencias. Cuando te quitó la pistola y salió corriendo, se dejó un pedazo de alma flameando en la hoguera y otro pedazo prendido a los ojos sin vida de Isabel. La camisa radiante se le enganchó en el cardillo morado y los pantalones quedaron cubiertos de polvo como el que llevabas tú en la parte de atrás desde media tarde. Así de extraviado corrió.

No se resistía porque no tenía con qué resistirse ni le quedaba con qué obedecer. Que parece mentira, si lo piensas, ¿verdad que parece mentira? ¿A qué va un gitano con un arma robada al cuartel? ¿A denunciar a un guardia?

Lo mismo le habría valido meterse una bala en los sesos.

El hierro no cruje, pero el tuyo crujió en su mano. La canción dice que se le cayó el mimbre, pero a saber dónde había perdido la varita de marras. Lo mismo había volado a consumirse en nuestra hoguera. A veces pasan esas cosas. Como que gruñera el hierro en la mano de Antonio y tus compañeros reaccionasen igual que los tres hombres malos de la película. No llevarían las armas a la cadera, claro, pero allí cerca las tendrían, que para eso eran guardias.

Así que la varita no, pero de su boca sí que cayó el clavel. Un rosario entero de claveles. Gota a gota de sangre densa y oscura que dibujó un firmamento grana en el suelo. El charco en que se convirtió lo limpiamos por la mañana vestidas de luto. Nos teñimos de rojo hasta los codos y vimos cómo se lo llevaban, sin cubrir, en una carreta. A los muertos se les ponen los ojos de pez.

O a lo mejor solo se le pusieron así a Antonio, que había reaccionado como un besugo.

***

Mientras a él lo atravesaban dos balas y una tercera terminaba incrustada en la pared, tú hiciste eso que te morías por hacer y que no te dejábamos: nos cojiste en brazos, nos apretaste bien fuerte y respiraste en nuestro pelo muerto. Hundiste tu nariz de gancho hasta la raiz, la aplastaste contra el hueso. Nos estremecimos de asco.

La Rosa se dio cuenta primero de lo que había que hacer. Se agarró las faldas y nos hizo gestos con la barbilla. A la luz bailarina de las llamas parecía un demonio. A todas se nos habían deformado los rostros de horror. El suyo, además, se llenó de determinación. No es que nos comuniquemos con magia, sino que lo comprendimos enseguida. Por eso hicimos revolotear los vestidos y nos lanzamos sobre ti clamando al cielo.

Aprovechamos el momento para correr detrás de Antonio.

—¡La Isabel está muerta! ¡Ha matado a la Isabel!

Se calló de golpe, cuando atravesó el portón verde y vio a Antoñito hecho un guiñapo y la sangre que se escapaba de su mejilla.

—Ya está, Rosita. Ya está arreglado.

Encontramos la poca presencia de ánimo que nos quedaba. Nos retorcimos las manos, agarramos el vestido, nos mordimos los labios y, sobre todo, aguantamos las lágrimas.

—¿Cómo que ya está?

Uno de los guardias se acercó a nosotras. Pisó el borde del charco y fue dejando huellas pasito a pasito. No podemos decir que oyésemos el sonido del líquido al pegarse y despegarse entre la suela y las baldosas, pero habríamos jurado que sí, que chasqueaba como el tabaco que masticaban algunos.

—Ahí lo tienes, Rosita. El muy idiota ha venido al cuartel.

—No sabíamos por qué, pero ya nos lo has dicho tú.

Miramos al segundo guardia. El tercero no nos hacía caso, buscaba algo en la pared del fondo; su bala, seguramente. Estaría frustrado por su torpeza, ni lo supimos entonces ni preguntamos después. Lo que sí vimos fue al otro, al que se había quedado quieto, levantar la mirada del suelo con alivio. Las malas conciencias, Julián, que no dejan descansar. Aunque eso ya lo vas sabiendo tú.

Rosa dio una bocanada de aire y un paso atrás en el momento justo en que el primer guardia iba a agarrarla del hombro.

—Este no ha sido. Este ha venido a avisar, como yo.

El guardia agitó la mano que no había alcanzado nuestro hombro, como si de repente hubieran aparecido unas moscas.

—No digas tonterías, mujer. Míralo bien.

—Ramón, por favor, a ver si se impresiona.

Eso dijo el otro. Que a ver si nos impresionábamos. Nos dieron ganas de impresionarle a él la cara de un bofetón, pero el cuerpo de Antonio bañado en sangre nos las quitó bien pronto.

—Estaba arriba, en el monte, con Julián.

—No digas tonterías, niña.

La mano ya no apartaba moscas, se había apretado en un puño. Y el que no quería que nos impresionásemos empezaba a entender de qué iba la cosa. Por eso se acercó al otro. El tercero, a mi espalda, debió de olvidarse de lo que estaba haciendo, porque lo sentí tan cerca que su aliento se me pegaba a la nuca.

De todas formas, lo intentamos. Las mujeres lo intentamos siempre. No es que nos quede mucho más remedio, la verdad. No es que nos dejéis muchas más opciones.

—Yo solo digo lo que he visto. Este estaba con el otro en el monte y el otro ha…

El de la impresión ponía cara de horror, todo ojos desorbitados y bigote temblón. El de detrás contuvo la respiración. Y menos mal, porque nos estaban dando arcadas. El primero, el del puño al costado, tuvo un momento de lucidez.

—¿Y qué estabas haciendo tú en el monte a estas horas?

Lo intentamos, pero hay preguntas que no podemos contestar. A lo mejor si no hubiésemos estado solas. A lo mejor, pero seguramente ni por esas.

—¿Puede ser, Rosita, que estuvieras volviendo a casa de algún mandado y te encontrases a este con Isabel?

No supimos qué hacer, Julián. Queríamos mandarlos a cagar a la vía, pero Antonio se desinflaba, la sangre nos lamía ya las puntas de las alpargatas y el puño parecía mucho más grande que hacía un momento. A todas las mujeres nos gustan las flores, Julián. Hasta los claveles, por comunes que sean, nos gustan pero no estábamos para más granas sangrando en más bocas.

—Eso me parecía, sí. Justo eso es lo que me parecía.

—Y Julián llegó para hacer lo que tenía que hacer y se lo quitó de encima, ¿a que sí? —las palabras se nos clavaron en el cuello.

—Pero este —dijo el tercero, con menos firmeza pero igual de convencido— se le echó encima.

—Con tan mala suerte que al quitarle el arma al compañero se le disparó.

—Una tragedia —nos soplaron en el cuello.

Una tragedia que se hizo realidad cuando te desplomaste en la puerta con el cuerpo de Isabel en brazos. Caíste de rodillas igualito que las comadres recién confesadas en la misa de los domingos. A nosotras nos importa menos que nada el perdón del cura y a ti sabe Dios qué te pasaba por la cabeza. Fíjate, que creímos, por un momento creímos, que contarías la verdad.

La verdad, Julián, qué cosa tan escurridiza.

***

Lo enterró su familia, porque Antonio tenía familia, y las mujeres acudimos por docenas. Llegamos de toda Sierra Morena. De Puente Genil, de Lucena, de Loja, De Benamejí y de todos los demás pueblos. Esa mañana, fría como un pecado cometido a conciencia, lloramos, pero no tanto como lloraríamos al día siguiente.

Al cementerio no acudieron más hombres que los enviados de los periódicos, aunque no hablaron con nosotras. Acudieron a ti. A ti y a tus compañeros. Examinaron el cuartel, el cerco en el suelo, que no terminaba de salir por mucho que frotásemos con todas nuestras tripas puestas en ello.

Acudirían al bar de Paquita, donde el naranjo había perdido las hojas por fin y a punto estaba de derrumbarse sobre las mesas. Se tomarían unas manzanillas, fumarían tabaco de liar porque venían de la ciudad, pero el dinero no les sobraba y se admirarían de cómo gitanos y mujeres somos iguales en todas partes. Unos miserables y unos mentirosos.

—¿Cómo se le ocurriría bajar al cuartel con el arma del crimen en la mano? —preguntaría uno.

—Tienen algo de astucia —diría otro—pero no son muy listos. Listos de verdad, no.

—¿Y ella que haría ahí arriba, sola, a esas horas?

—Luego se quejan de que pasan cosas, pero las mujeres no tendrían que salir de casa. En casa es donde tienen que estar.

¿Qué hacías tú, Julián? Asentías por una vez en lugar de negar. Porque ellos sí te daban la razón, no como nosotras. No como Antonio, que te decía las cosas como eran. Sí, seguro que asentías, que por fin movías la cabeza de arriba abajo y no hacia los lados. Seguro que se te demudaba el semblante cuando te recordaban a Isabel. Pero no de la pena, no. Sabemos que no. Nosotras estábamos allí arriba, al calor de la lumbre y del verano, cuando nos abrazaste y se te puso tan tiesa que no sabías qué hacer con ella.

Estábamos allí cuando te detuviste tras los olivos y te abriste la bragueta. Con prisa, Julián, con toda la prisa. Miraste por encima del hombro y no nos viste, pero estábamos allí, en nuestros pechos muertos, en los muslos blandos. Nos levantaste las enaguas y nos la quisiste meter en seco, pero no pudiste. Oímos el chasquido del salivazo, sentimos el frotar de tus dedos contra el vello de la entrepierna, y un segundo escupitajo porque de los nervios no acertabas, Julián. Nos llenaste de babas primero por debajo y luego por arriba. Nos mordiste los pezones por encima de la blusa, pero los muertos no sangran, así que nadie se dio cuenta. Menos nosotras. Nos cubriste los labios con los tuyos, tan finos que cortaban; chocaste tus dientes amarillos de lobo con los nuestros.

Y mientras tanto la metías y la sacabas, y jadeabas, y nos partías la espalda en la raíz del árbol, pero no te dabas cuenta. Porque para ti valíamos lo mismo vivas y sudorosas detrás de la reja que secas y heladas debajo de un árbol en plena noche.

Cuando nos entregaron el cuerpo, nos limpiamos tus restos con agua caliente y en silencio. Hasta la rodilla llegaron tus jugos, transparentes y resecos como las babas de un caracol. Teníamos tierra en el culo y dos cinturas, el moño deshecho y el pelo tejido de hojas y ramas. Nuestros padres y nuestros maridos no aparecieron en el entierro. Al cura le costó pronunciar el responso y, si lo hizo, fue por miedo. Nunca antes las mujeres del pueblo habían acudido a la iglesia sin una alhaja. Así, sin más brillo que el propio, no se nos podía ignorar. Sin adornos, bajo el luto, solo estábamos nosotras. Y eso es algo que nunca habéis querido ver.

Los de Córdoba no se dignaron a preguntar por Isabel. Hembra gitana, la llamaron en los papeles. Mentira. Como todo lo demás. Antonio Vargas, Heredia, decían, gitano guapo sin oficio conocido, asesinó a Isabel Jiménez García con motivo de una pelea de enamorados.

El relato seguía encadenado falsedades y, con cada una que leíamos, se nos caían las lágrimas. Lloramos tanto que se nos hendieron las mejillas, se nos deshilacharon los vestidos y se salaron las tierras.

***

Los viejos fueron los primeros en marcharse. No eran los más listos, sino los que sabían que en los pueblos yermos a la gente no le espera más que la muerte. Luego se fueron los más jóvenes. Juntaron lo que tenían: mucho los que tenían mucho y poco los que tenían poco. Se cubrieron con gorras o con sombreros y tiraron camino arriba. Los maridos y los hijos pequeños se fueron los últimos.

Lo intentaron. Los hombres también lo intentan, aunque suelen esperar a que sea tarde. Intentaron hablarnos, hacernos entrar en razón, ponernos a los niños delante de los ojos. A las niñas no las tocaban. No se atrevían. Por eso nos las dejaron.

Desaparecidos todos los hombres, los guardias vaciaron el cuartel. Con ellos te marchaste tú, Julián.

Dejó de llegar el correo. Lo que sí llega es la fecha, todos los años. Y, cuando sucede, nos cubrimos con pañuelos, ocultamos la mirada y nos acercamos a por los claveles rojos.

Los madrugadores acechan tras cada esquina. Los primeros se apostan a la entrada del cementerio y no nos dejan en paz. Nos ponemos allí con los cubos llenos de muerte recién estrenada, tan nueva que las flores no la reconocen y por eso conservan el tacto aterciopelado de los pétalos. No nos dejan en paz, a la Lola, los madrugadores. Y eso que ella nunca les decimos nada. ¿Qué les vamos a decir? Lo del clavel grana sangrando en la boca y la vara de mimbre en la mano hace ya tiempo que vuela de boca en boca y lo demás… lo demás no le interesa a nadie.

A pesar de todo, vienen y preguntan. Hacen promesas y los despachamos.

Primero con la amabilidad de quien sabe con quién puede y con quién no puede jugarse los cuartos. Después, con cansancio.

—¿Se acerca algún hombre alguna vez? —empieza uno.

—A ti te viene de perlas el aniversario, ¿verdad morena? —aventura otro.

—Pues como a ustedes, que solo se acuerdan del pueblo cuando llega este día y, el resto del año, como si no existiéramos.

—Mira, la gitana, cómo se pone —dice uno. Y remueve el polvo del suelo con los zapatos relimpios.

—Que no te hemos hecho nada —dice otro.

Nos aguantamos el resoplido y perdemos la mirada en las primeras fachadas del pueblo, así que los moscones se callan un rato corto.

—Tendrías que decirnos algo, mujer.

—Te vendría bien para el negocio.

—Eso —apunta el más espabilado. Siempre hay uno más avispado que los demás. —Entre todos te compramos las flores y terminas pronto.

—No me dejarán en paz, no —susurramos al final, como si no hubiésemos aprendido.

Y entonces pasa lo que pasa siempre.

—Menos humos, morena —exige alguien a quien una colilla le cuelga del labio y dos restos secos de saliva le adornan las comisuras. —Menos humos.

Como todavía es temprano, huelen a colonia y el pelo les brilla por el engominado. Las corbatas les crujen. Han bajado de los coches de línea con la idea de que los charoles y los chalecos los mantendrán a salvo del polvo. De nosotras no saben nada. Se piensan que no hemos visto hombres como ellos antes. Y que los trataremos como creen que merecen. Que las mocitas de Sierra Morena, siempre muertas de pena, apreciarán sus atenciones.

Nosotras terminamos por aparecer, claro que sí. Tomadas del brazo, apretadas como el esparto de las canastas, con el semblante serio, las bocas cosidas y los ojos morados. Atravesamos los claveles de la Lola y la verja del camposanto chirría para dejarnos pasar.

El espabilado hace tintinear unas monedas en el bolsillo. El del cigarro se pasa un pañuelo por la frente. El sol todavía está bajo, pero en los charoles se ha mezclado el polvo con el sudor de los hombres. Los chalecos dejan ver manchas oscuras bajo los sobacos y los nudos de las corbatas se asemejan a los de los ahorcados.

Observan cómo metemos los cubos de flores marchitas en la parte de atrás de la furgoneta. No lo entienden. No se han enterado de nada. Solo saben que se van con las manos vacías. No nos importa, no es nuestro problema. No les hemos pedido nada, nada les debemos. Ellos en cambio sí tienen deudas que saldar. Así que regresan a la capital y llenan los periódicos de palabras.

Hasta el año siguiente.

Cuando vuelven.

Y nosotras también volvemos.

***



Alicia Pérez Gil.

Licenciada en Derecho y autora de terror y fantasía oscura. Ha publicado Ojos verdes e Inquilinos con Cazador de Ratas (2019), Simón dice (2020), Barro (Literup Ediciones, 2020) y Las balsas de Noa (Marli Brosgen, 2021) así como múltiples relatos en diversas revistas online y antologías, entre ellas Vínculos oscuros (Literup Ediciones, 2020). También autopublica libros para escritoras, como Escribir desde los cimientos (2019) y Rutina de entrenamiento para escritoras en ciernes (2020). Es fundadora de La Escribeteca, donde enseña escritura creativa y ofrece un espacio seguro a escritoras noveles. Muchas lo llaman gimnasio de escritura.