Informe secreto del pretor de la Krypteia (Fragmento).
Dicen que la identidad se forja en el conflicto. Si eso es así nuestra querida galaxia, la Oikumene, ha madurado a través de cientos de años de beligerancia y enfrentamiento. Los romanos hemos creado nuestra federación como estandarte de los viatores para frenar al terrible nehirato de Utumbo, que ha impuesto su dominio en la región del Río. Entretanto, los herejes setzen del Campamento y los rebeldes darxanos del Mediodía han formado sus propias federaciones con el único propósito de mortificarnos todo lo posible y en todas partes. Y de Spes solo podemos esperar buenas palabras. A estos cinco sectores históricos se ha unido, por fuerza de una peligrosa costumbre, un sexto: el Limes (…).
Además, un nuevo peligro acecha en nuestro seno: los héstikos. Esos mestizos pueden dañar en gran medida la estabilidad de la Federación y el gobierno del Senado. Por ello, insisto en la vulnerabilidad que supone el Limes. Ese gran espacio de nadie. Esa cicatriz estelar que nos separa del resto de sectores de la Oikumene.
En algún lugar del Limes.
Se hizo un ovillo dolorido en un rincón de la alcantarilla y se concentró en recuperar las fuerzas. La sangre goteaba de su labio partido manchando su camisa y los ojos lagrimeaban por los efectos del golpe que la había aturdido. Aquella misión había empezado hacía dos semanas. Parecía que había pasado una eternidad. Lamiéndose el labio suspiró: «Al menos, aún no me han matado. Aún no».
Lady Pink, luna minera del sistema solar Watercolour. El Limes cercano a la región del Campamento.
La llamaban Pirra y su clave numérica era tres catorce. Su misión actual la había llevado a aquella luna minera rica en depósitos de hidrógeno y del que se alimentaban unas bacterias que le daban un tono rosáceo a todo el paisaje. Ahora soplaba el aliento en sus manos cubiertas por mitones intentando hacerlas entrar en calor. Flexionó los dedos permitiendo que la circulación de la sangre fluyera. Era importante. Se volvió a quitar las gafas de sol y acercó el ojo al fusil. El brillo de la nieve rosada era molesto. El objetivo se movió a través de la mira telescópica: un abrigo granate fundido en el páramo rosa. Un chasquido de la lengua, el movimiento del índice contra el gatillo, el leve retroceso del arma apoyada en su trípode, el cuerpo caído y la sangre roja contra el suelo rosa claro. Misión cumplida. Un hereje menos. Al fin y al cabo, la doctrina setzen de «los que se asientan en el Camino» era peligrosa para la Oikumene.
—Operador. —El susurro de Pirra por el intercomunicador sobresaltó a un conejo que estaba mordisqueando el escaso pasto de la colina—. Está hecho.
La voz monocorde del nuevo operador le indicó sus siguientes pasos. Pirra suspiró. Echaba de menos al antiguo y a su agradable entonación. Mientras escuchaba las breves instrucciones se movió furtivamente por la colina. Ella pertenecía a la Krypteia. Un nombre susurrado, apenas un suspiro. Una breve exhalación entre dos inhalaciones. Todos la conocían y nadie admitía su existencia. Su misión principal: proteger a la Federación romana y, por extensión, a los aliados viatores desde las sombras. Los agens in rebus de la Krypteia estaban comandados por el Ilustre Cneo Fulvius Nerva, el pretor in rebus, es decir, de las cosas. No podía haber otra designación más difusa. Eran quienes se encargaban de aquello de lo que nadie quería saber nada.
Pirra se detuvo y se mordisqueó inquieta el labio inferior. Era una mala costumbre, lo sabía. Era un tic nervioso y era ridículo. No podía evitarlo. Para un observador ocasional, si es que en aquella estepa congelada había alguien así, debía tener aspecto de una estatua tallada en mármol rosa. Inmóvil. Sus ojos, del color del cielo tormentoso, buscaban alguna señal de movimiento. Estaba haciendo tiempo por si alguien había detectado el disparo. Un mechón rebelde, celeste oscuro, se le enroscó sobre la ceja izquierda. Lo apartó de un manotazo y lo remetió bajo el gorro de lana. Definitivamente se iba a congelar si seguía allí. Ya era hora de marcharse.
La puerta del refugio se abrió dejando escapar un acogedor soplo de calor. Al entrar, se deshizo del gorro y la bufanda mientras que sus cabellos, blancos con reflejos azulados, caían cubriendo su nuca y su frente. El mechón rebelde, más oscuro que el resto, volvió a las andadas. Refunfuñando, lo apartó de un manotazo y se acercó a la estufa. Se quitó los mitones y dejó que sus manos entraran en calor.
Pirra resopló impaciente mientras continuaba pensando en el pretor Nerva, no había un capullo más grande en toda la Federación. No quería dedicarle un segundo de pensamiento más de lo necesario. Gracias a Dios no tenía que tratarlo directamente. Para eso estaban los operadores.
—Deja de divagar —se censuró mientras sacudía la cabeza haciendo que los bucles húmedos de su melena lanzaran miles de gotitas al aire.
La pantalla de su intercomunicador parpadeaba: una nueva misión. Tenía tiempo para dormir. Pronto, un transporte la recogería y se la llevaría lejos de aquella fea luna rosa llamada Lady Pink que orbitaba el gigante gaseoso Lord Grey. ¿Se podía ser más cursi?
A bordo de la Dunkelheit, espacio abierto en el Limes.
—Tres Catorce, el viaje será largo. Unos cuantos saltos hiperespaciales y trayectos a velocidad sub luz. —La oficial sonrió un instante al ver el gran trozo de carne que Pirra se había servido mientras explicaba—: Nosotros nos turnaremos en las guardias. Puedes dormir, si quieres, o… ¿Le pido a la cocina que te traiga más comida?
Pirra sonrió, asintió con la cabeza mientras se limpiaba los labios y bromeó:
—Después de estar meses comiendo el horrible estofado de conejo rosa de aquella luna esto me sabe a gloria.
—No lo digas muy alto o nuestro cocinero creerá que esta bazofia es comestible.
Ambas rieron. Estaban las dos solas en el comedor de la Dunkelheit. La oficial del pelotón de legionarios asignado a su misión le había estado poniendo al corriente de su destino en un tono afable y profesional. Pirra decidió que la caeléstika, así se llamaban quienes habían nacido y crecido en una estación espacial, le caía bien. Ella, en cambio, era una planétika que había nacido con los pies manchados de barro. Por lo tanto, necesitaba un mayor aporte de proteínas y, sin dudarlo, volvió a atacar la bandeja de chuletas con puré que humeaban en el centro de la mesa.
La nave de asalto, de diseño triangular setzen, estaba camuflada como transporte y parecía vieja. Pirra supuso que seguramente había sido el botín de alguna refriega hacía ya años. La tripulación y la dotación militar, a excepción del capitán y del primer oficial, dormían en hamacas en la bodega. Por deferencia, la consideraban una pasajera, el primer oficial le había cedido su camarote. Estaba cansada y no tardó en probar la comodidad del colchón adaptable y las cálidas sábanas. Cuando cerró los ojos la asaltaron los demonios de su pasado. Vio imágenes fugaces de su infancia con su familia. En sueños, la acosaron los recuerdos del incendio de la villa de su padre, la pérdida de sus tres nombres y de su identidad. Inconscientemente se rozó el cuello, donde lucía, a modo de gargantilla, una cicatriz blanquecina. Era una marca perenne de su vida de esclava en Utumbo. Allí había aprendido la lengua alwadica y, más adelante, la odínica del Campamento. Cuando tenía doce años se había escapado de polizón en una nave mercante y había conocido a su mentor: un agens in rebus infiltrado en una federación de comercio del Río. Él había sido el primero en llamarla Pirra. Decía que su ira parecía un incendio descontrolado.
Cuando despertó se encontró desorientada. Siempre le ocurría cuando llevaba mucho tiempo con los pies en un planeta o, en este caso, una luna. Cuando volvía al espacio su cuerpo tardaba en amoldarse. Sabía que para los caeléstikos era al contrario, algunos nunca se adaptaban a los planetas. Pirra miró el reloj. Había dormido casi nueve horas. Un gruñido de su estómago la avisó de que volvía a tener hambre y era el momento de buscar el desayuno. Con suerte quedaría menos para llegar a su destino: la Tierra del Mediodía.
Estación Arkady, orbitando la luna Shao Tie del planeta Kholboo. El Limes cercano a la Tierra del Mediodía.
Los darxanos, como eran conocidos en la Oikumene, llamaban a su sector la Tierra del Mediodía. Contaban con una embajada en Spes y estaban representados en su Consejo, al igual que las otras tres civilizaciones humanas. Sin embargo, la verdad era que no se relacionaban demasiado con el resto. De hecho, a las naves mercantes solo se les permitía entrar en las estaciones lunares de los sistemas exteriores de su sector, cercanas al Limes. Pirra tenía entendido, gracias a los informes de la Krypteia, que estaban divididos en distintas facciones y filosofías. Ella no terminaba de entender qué diferencias había entre unos y otros. Daba igual. Para el problema que ahora mismo le ocupaba, todos eran peligrosos.
La misión que le habían encomendado era rescatar a un objetivo diplomático, nada menos que el hijo de un dux romano, retenido en la estación Arkady, el puerto comercial que la Federación Krasnyy tenía en el Limes. Había pasado varias horas estudiando los planos de la estación que la Krypteia les había facilitado y las posibles rutas por las que infiltrarse. Pirra se haría pasar por una comerciante setzen y, aunque su dominio del odínico era mejor que la lengua de los darxanos, el tyesk, sabía lo suficiente de esta última para poder desenvolverse bien.
Mientras descendía a la cubierta de atraque se sintió desnuda sin su chaleco reforzado. Por desgracia su diseño la delataría inmediatamente como romana y podría levantar sospechas. Estaba segura de que la registrarían y no quería llamar la atención. Así que se había vestido con una gruesa camisa de manga larga, unos pantalones embutidos en unas pesadas botas de punta de acero y, por encima, un gabán. Su rostro estaba parcialmente oculto por la bufanda, que tapaba completamente la cicatriz de esclavitud de su cuello. Unas lentillas de visión térmica y unos pendientes de comunicación completaban el conjunto. Pirra resopló y se encogió de hombros mientras esperaba a que la nave atracase. Sin armas. Al menos, sin armas evidentes. Tendría que apañárselas con la daga que llevaba oculta en una de sus botas y con lo que fuese encontrando de camino. Esperaba que la documentación setzen falsificada soportase el escrutinio de los oficiales del puerto y pudiese pasar sin problemas. Si los había, estaría en contacto con la oficial del pelotón en todo momento. Ellos se infiltrarían por su cuenta y, así, poder barrer la estación más rápidamente. «No es un gran plan, pero es eficaz. Allá vamos» se mentalizó mientras empezaba a descender por la rampa de desembarque.
El diseño de Arkady era muy similar al de otras estaciones del Limes. Los ingenieros no destacaban precisamente por su imaginación. Sin embargo, aquí se apreciaba cierto sentido de limpieza y orden, de homogeneidad, que era difícil de encontrar en las demás. A Pirra le pareció fría e impersonal. Casi podía sentir la hostilidad hacia lo extranjero que emanaba de cada pasarela y de cada tuerca de la estación.
—Documentación, por favor. —Había llegado a la garita del puerto y un soldado uniformado la miraba con el ceño fruncido. Le había hablado en odínico, con un fuerte acento tyesk.
—Por supuesto, un segundo, por favor —respondió Pirra en tyesk exagerando su acento odínico. Sonrió al guardia y sacó una tarjeta del gabán—. Me llamo Fen Janssen, representante comercial de la Federación Blauwee Maan. ¿Conoce nuestro tabaco?
La federación que Pirra decía representar era auténtica. Se encontraba en un sistema del interior del sector del Campamento y se dedicaba a la exportación de un tabaco hecho con un hongo que se daba en la luna Blauwee.
—Rellene el formulario, por favor —pidió el guardia mientras le tendía una pantalla táctil.
Al cabo de un largo rato, cumplidos con todos los trámites burocráticos que la estación exigía, Pirra se adentró en Arkady. Letreros fluorescentes escritos en caracteres tyesk iluminaban las pasarelas. Bustos parlantes daban encendidos discursos desde las grandes pantallas publicitarias. Pirra no entendía mucho y supuso que eran los líderes políticos. Andando con paso decidido y con la mirada al frente, con una actitud de seguridad y sin llegar a ser amenazante, recorrió varias pasarelas y se detuvo a conversar en algunos establecimientos comerciales. Le sorprendió no encontrar a ningún mendigo, una presencia común en las estaciones, ni sentir la mirada de algún ratero que la estudiase como objetivo. Lo que sí había eran cámaras, de todo tipo, y soldados uniformados. Debía tener cuidado.
Entretanto, con un aire calculadamente despistado se había ido acercando a la zona interior de la estación. Varios avisos fluorescentes, que fingió no ver, le indicaban que se estaba aproximando a un área reservada a los ciudadanos del Mediodía. Una verja y una garita de guardias cerraban el acceso. Se detuvo para coger un elevador que la llevaría a los pisos superiores de la estación.
Pirra se infiltró en la zona restringida media hora más tarde. Como decían los planos, en la zona superior había encontrado los barracones de los trabajadores de la luna y había podido vestirse con el mono oficial de la explotación minera. Además, como premio, se había hecho con una identificación olvidada en uno de los monos. No sabía si había sido cosa de su ángel de la guarda o de la suerte. Por si acaso, murmuró la única oración que conocía. Se la había enseñado su madre y nunca la había olvidado. No estaba de más estar a bien con Dios.
Desde su posición en el piso superior de la zona restringida Pirra contempló su objetivo: un gran cubo de metal con ventanas reflectantes. Eran las oficinas de la cooperativa que llevaba la explotación y las del comisario político que la dirigía. A Pirra toda esa extraña palabrería le producía dolor de cabeza. Moviéndose en un silencio que solo ella sabía lograr avanzó por las pasarelas. ¿Dónde podría esconderse un noble de la Federación romana? Tenía que haber un registro de entradas y salidas en alguna parte. Y, seguramente, estaban en ese gran cubo central. La agente siguió trepando por la estructura metálica y saltando de plataforma en plataforma. Su oído estaba atento a cualquier cambio en la vibración del aire mientras sus ojos se concentraban en el terreno que pisaba.
Había llegado a uno de los pasos más delicados de la operación. Se encontraba en el interior del cubo y estaba registrando metódicamente las oficinas. Le había resultado estúpidamente fácil colarse en el centro de la estación. Tanto soldado patrullando las calles y muy poca seguridad en el cubo. La arrogancia era una debilidad.
Un ruido. Voces. Pisadas. Botas militares. «Mierda, no debería haber pensado en la arrogancia» se recriminó Pirra. Concentrada y con la seguridad de que sus habilidades la protegerían había bajado la guardia. La iban a descubrir. En silencio, prestó atención a las ondas sonoras del soldado que se acercaba mientras su mano derecha empuñaba un lápiz abandonado en el escritorio que había estado registrando.
El soldado le doblaba en altura y anchura. Sin pensarlo dos veces, Pirra lo atacó. Le pegó un rodillazo y, acto seguido, hincó la punta de su bota reforzada de acero en una de sus piernas. Había fallado el objetivo. El gigantón se lanzó sobre ella intentando atraparla. Utilizando la inercia del brazo de su oponente, Pirra se impulsó hacia arriba y se subió a su espalda mientras lo atacaba en la cara con el lápiz. Sonrió un segundo: había hecho sangre. Con un rugido de dolor el soldado la aplastó contra la pared y la dejó sin aire unos instantes. El estampido del puño contra su cara la dejó mareada y notó que algo se había roto. El darxano le clavó una mirada asesina y levantó los puños dispuesto a seguir con la paliza. Pirra inhaló aire y, en un último esfuerzo, esquivó al gigantón dando una voltereta. Al caer al suelo, chocó con el escritorio y este salió despedido contra la cristalera que daba al exterior. El escritorio y ella se precipitaron al vacío en medio de un absoluto silencio. Pirra se arrastró entre los restos del escritorio y los cristales hasta un desagüe en el patio y se dejó caer.
Cuando abrió los ojos sintió que alguien la había tumbado en un colchón y la había cubierto con una manta. El labio ya no sangraba y el terrible dolor de cabeza se había reducido a un latido palpitante. Sentado a su lado había un chico y, si la sensación de mareo no la engañaba, se trataba de Lucio Sergio Ludovico, el objetivo.
—¿Agua? —le ofreció este con expresión solícita.
Pirra asintió sin hablar y se concentró en el muchacho. Tenía unos dieciocho años. Estaba vestido con el mismo mono obrero que ella llevaba. Su mirada preocupada, de ojos verde oscuro, no dejaba de seguir sus movimientos.
—¿Ludovico? —preguntó tras dar cuenta del vaso de agua.
—¿Sabes quién soy? —El chico la miró sorprendido y agregó—: ¡Ah! Supongo que también sabes quién es mi padre.
—¿Dónde estamos? —siguió Pirra. Necesitaba hacerse una idea de su situación.
—En una base secreta del Min sheng —susurró Ludovico y, ante la mirada ceñuda de Pirra, aclaró en koiné—: Anarké. Estás en el barracón de la enfermería. Te encontraron en las alcantarillas y te trajeron aquí.
Pirra lanzó un juramento entre dientes y replicó en voz baja:
—No tengo ni idea de en qué consiste esa religión, ni la de los darxanos, ya que estamos. Lo que sí sé es que hay que irse de aquí.
—No es una religión. —El chico la estudió de arriba abajo con el ceño fruncido, como si se sintiese insultado, y empezó a recitar—: El Darxan, la forja, ha creado un sistema filosófico, político y económico…
Pirra entrecerró los ojos, le volvía a doler el golpe en la cabeza, y se preguntó si el objetivo le estaba tomando el pelo.
—Me da igual, la verdad —lo interrumpió exhalando un suspiro de frustración—. ¡Nos vamos! ¡Ahora!
—No voy a irme de aquí. ¿Sabes lo maravilloso qué es esto? Lo llaman el paraíso, ¡el paraíso! Hablan de igualdad real y de ayudar a los demás…
El tono de voz del chico, las tonterías de las que estaba hablando, la tensión de saberse prisionera hicieron que el puño de Pirra saliera disparado como un resorte callando su parloteo.
—Vamos a ver, niñato petimetre —susurró Pirra enfadada—. Tienes dos opciones: te callas y obedeces o te callo y obedeces.
—Nunca me habían tratado así —musitó el chico dolido mientras se llevaba la mano al mentón.
—Para todo hay una primera vez —gruñó Pirra—. Ahora…
—Sí, sí. Me callo y obedezco —asintió Ludovico.
—No, me dirás cómo se sale de aquí —señaló la agente clavándole una mirada helada.
A bordo de la Dunkelheit, espacio abierto en el Limes.
La fuga de la comuna del Min sheng había transcurrido sin altercados. Ludovico había guardado silencio todo el trayecto, tal y como Pirra le había ordenado. Los legionarios del pelotón cubrieron su retirada y pudieron replegarse al interior de la Dunkelheit sin levantar sospechas. Ahora se encontraban de nuevo en el espacio abierto con rumbo a su próximo destino: Luminaria.
—¿Puedo confiar en ti? —Ludovico se incorporó de la cama del primer oficial.
El tono triste de la voz del chico pilló desprevenida a Pirra, quien había ocupado la butaca del camarote y estaba pensando que la misión había sido un éxito. La agente asintió.
—Soy un héstiko —confesó con un hilo de voz.
Pirra permaneció en silencio, mirándolo, mientras las piezas empezaban a encajar en su mente. Ahora entendía por qué había quedado atrapado en la estación darxana.
—Demuéstralo —ordenó mientras le clavaba una mirada fría e inexpresiva. No quería caer en una trampa.
El chico, con una expresión cohibida en su rostro, se abrió un poco la camisa.
—Soy mitad sireno —explicó en un susurró—. ¿Ves las agallas en la base del cuello? Puedo respirar bajo el agua.
—Te han estado acosando y persiguiendo, ¿verdad? —indagó Pirra. Estaba segura de que había sido así.
Ludovico asintió. «¡Maldito Nerva!» renegó Pirra. La había engañado diciéndole que era un rescate, cuando, en realidad, era un secuestro. Para ella era incomprensible la persecución, y la particular obsesión, del pretor contra los héstikos. Ni que fueran herejes. A ella le parecían algo natural. ¿No decía el Camino que Dios es amor? Pues ahí estaba. Los héstikos eran consecuencia del amor de los seres humanos por otras especies inteligentes. Ni el Senado, ni la Asamblea los habían condenado. Era verdad que el primero se resistía a darles carta de ciudadanía, mientras que la segunda los había considerado hijos de Dios y, por tanto, podían ser encaminados. No entendía por qué el puñetero pretor de la Krypteia los perseguía. «Nos persigue» se corrigió mentalmente. Tras tragar para deshacer el nudo que se le había formado en la garganta, miró al chico a los ojos y susurró:
—Gracias por compartir tu secreto conmigo. Ahora me toca a mí compartir el mío.
Pirra sonrió para tranquilizarlo y, chasqueando la lengua, hizo que una campana de silencio los envolviera.
—¿Qué has hecho? —El chico había elevado la voz por la sorpresa. Daba igual, nadie los oiría.
—Así es cómo pudimos pasar inadvertidos entre los soldados. He manipulado la transmisión del sonido en un área pequeña —explicó Pirra—. Una habilidad heredada de mi madre.
Y, tras un silencio, añadió con voz firme:
—Encontraremos una solución a la persecución que estás sufriendo. Te aseguro que los darxanos no la son, ni tampoco el Min sheng. Me pareces un chico idealista con ideas románticas sobre la política. Sin embargo, ellos te habrían utilizado como moneda de cambio en cuanto descubrieran quién es tu familia.
Un relámpago de ira contra el líder de la Krypteia pasó por los ojos de Pirra. No olvidaría el engaño.
Puerto espacial de Athos, planeta santuario del sistema solar Luminaria. El Limes cercano a la región de los Caminantes.
La Dunkelheit había entrado en el espacio del sistema solar Luminaria, una provincia romana en el Limes. Estaba gobernada por el dux de Ars Castra, la estación espacial que controlaba las lunas Kassitérides, y por el legado federal, que residía en Athos, el único planeta habitable del sistema. A ellos, se unía la enorme influencia que ejercía el prelado viator, que administraba el santuario de la Doncella de Luminaria. Los tres poderes interactuaban entre sí. A veces apoyándose y, a veces, compitiendo por el favor del Senado. El resultado era un injerto, perfectamente ordenado, del corazón de la Federación romana en el caótico Limes.
Pirra se estaba preparando para la visita al santuario. Este era el punto de encuentro designado en la misión. Sin embargo, ahora que sabía las intenciones de Nerva, había hecho varios cambios y no acudiría directamente a la base de la Krypteia. La agens in rebus, ataviada con la túnica de los peregrinos que cubría sus ropas reforzadas, se miró en un espejo para dar los últimos retoques. Se había trenzado la melena, aunque su mechón rebelde se negaba a ser peinado, y se había maquillado un poco. El aspecto final era el de una humilde peregrina que iba a presentar sus respetos a la Doncella. A pesar de que no creía que nadie la mirase dos veces, bajo la manga llevaba una pequeña pistola de fósforo y, disimulada en la caña de una de las botas, su daga. Además, bien visible, llevaba una pistola de proyectiles que colgaba del cinturón con el que se ajustó la túnica. Esta última se la requisarían al entrar en el santuario.
Athos, planeta santuario de Luminaria. El Limes cercano a la región de los Caminantes.
Pirra y el chico descendieron al planeta en el transbordador y se mezclaron entre la multitud. Un bullicioso y alegre grupo de peregrinos de Spes pasó junto a ella. Le dio la impresión de que los habitantes de la capital de la Oikumene siempre sonreían. Estaría bien vivir allí, donde todo lo que pudiera querer estaba cubierto. Spes, orbitando la estrella Pax, era una declaración de intenciones en sí misma. Se mantenía alejada de las fricciones entre las facciones humanas y su jerarquía intervenía cuando el conflicto alcanzaba dimensiones preocupantes. Si había algo que caracterizara a la gran capital era su ecumenismo religioso e ideológico. Allí tenían cabida todos. En fin, era el destino soñado para cualquier agens in rebus. Para ella era eso: un sueño. Su estancia en el Limes aún duraría mucho tiempo y, cuando su misión fracasase, más aún.
Las puertas del monasterio de la Orden Laticlava, cerca del santuario de la Doncella, se alzaban delante de la pareja. Hacía mucho tiempo que Pirra no pasaba por allí. Decidida a seguir adelante llamó por el intercomunicador y se identificó.
—¡Pequeña Pirra! —saludó el inmenso misionero al que había ido a ver—. ¿Qué te trae por nuestro rincón del Limes? Esto sigue igual que siempre. Gracias a Dios a nosotros nos dejan en paz. Somos misioneros del pontífice y no queremos saber nada del Senado ni de los cónsules.
—A pesar de los años, sigo sin verte como un misionero, Niko —aseguró Pirra con una sonrisa que fue correspondida por una sonora y cómplice carcajada de Nikéforo Medóntida. Él había sido el agente que, hacía tantos años, la había rescatado del esclavismo de Utumbo.
—No, ¿eh? —Niko hizo una pequeña mueca—. ¿Y qué trae a una temeraria agens in rebus a mis puertas?
—Directo al grano —sonrió Pirra y señaló a su acompañante mientras proseguía—: Mi amigo Ludovico ha estado haciendo tonterías con los marxistas y…
Pirra vaciló. Por muy segura que se sintiese allí, no dejaba de ser peligroso.
—Soy un héstiko —intervino Ludovico.
—Entiendo —asintió Niko con gesto grave—. Había oído rumores. ¿Nerva está utilizando a la Krypteia para cazar héstikos?
—Eso parece —confirmó Pirra.
—¿Estarás bien? —El tono de preocupación del antiguo agente enterneció a Pirra.
—Lo estaré —aseguró con una sonrisa tranquilizadora.
—Me encargaré del chico —prometió Niko—. Lo mandaré a…
—No quiero saberlo —lo interrumpió Pirra—. Te lo agradezco mucho. Todo…
Conclusión del informe de misión de la agens in rebus Tres Catorce.
En resumen, fracasé. Perdí al objetivo en el santuario de Luminaria, entre la multitud. En cuanto constaté que no podría localizarlo acudí al punto de encuentro y movilicé a los agentes destacados en Athos. Con humildad, pido disculpas por este revés y me pongo a disposición de mis superiores. Hasta nueva orden seguiré con mi servicio en la estación Icepink (…).
Juan Carlos Loaysa.
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